Uno no es nadie hasta que le han pinchado el teléfono. El estatus, eso tan intangible que convierte las miradas de los demás en trofeos de caza y pesca, es caprichoso como la donna. Si no viene solo, es menester forzarlo.

O puedo que no. Que uno no sea nadie hasta que logre que el otro le mire de igual a igual. Los divanes se inventaron para corregir desniveles en el suelo, no para evitar que uno escuche voces contradictorias y, naturalmente, inexistentes.  Cuando la terapia es un pulso de listos gana el espectador, pero pierde el paciente.

O puede que no. Que la dialéctica sea una carrera donde te mueven la meta todo el rato. Y donde tú vas por una ladera de montaña, pongamos que al trote, y de súbito aparece la cuesta de los mil días. Y necesitas improvisar un argumento nuevo, tirar la mochila de los prejuicios y rezar a san pitopato para que el tramo siguiente sea una playa con vistas a un mar de virutas plateadas.

O puede que no. Que la mejor manera de apagar el fuego sea fingir que uno es simple y se conforma. Llegar a casa como el macizo de Mad Men y besar a tu mujer, o a tu marido, en un ritual de clase media acomodada. Y abrir el armario, sacar la frasca del on the rocks y empujarse un tiento para seguir convencido de que donde esté la rutina que se quiten las carreteras con curvas y el abismo.

O puede que algunos elijan vivir con el teléfono pinchado y bañarse en el mar justo el día que no llevan toalla. Asumiendo que quizás, a la salida, un desalmado les haya mangado la ropa y la vergüenza. Y corran  monte arriba a buscar un lugar inestable de cobijo y resuello.

Y entonces busquen entre la multitud a un tipo simple y bueno y le pidan prestado su teléfono y llamen a la reina del diván:

-Necesito una cita, madame. Mi suelo se mueve, escucho voces y finjo que mi cama es una playa con dunas oscilantes llena de hormigas que bailan y trasiegan al sol de un flexo que no termino de apagar.