Casi sin darme cuenta, voy abriendo las ventanas al verano y sacudo las almohadas a un aire imaginario. Ahí fuera huele a musgo y a hortensia, esa flor sin olor que con su centelleante arcoiris azulvioleta te confunde y asumes que alguna fragancia oculta tendrá, como asumes que una mujer bella y triste huele a almizcle o que hay un ánimo agosteño aún en junio, si se sabe mirar con fe y sin ansia loca.

A mí los hombres que huelen bien siempre me tienen ganada. Los pulcros, aún mejor si dejan un hueco al desaliño, a la entropía probable al desvestirse. Unos calcetines relavados, por ejemplo. También los hombres solícitos con tal de que no sean serviles, como el que ayer llegó a lomos del taller grúa a asistir a una mujer sepultada por un coche sucio, mugriento más bien,  que se negaba a arrancar. No era nada, un lo de siempre. Mi infiel Volkswagen necesita sexo duro. Forzar el pedal del acelerador mientras se encienden sospechosas y enloquecidas luces rojas en el salpicadero. El gruísta, llamémoslo así por el momento, sentenció “es la bomba de gasoil, que coge aire” y enseguida se puso a limpiarme el cristal, pegajoso de pinos llorones, desgraciados, con una dignidad tan elocuente que me dieron ganas de llorar.  

Yo balbuceaba un “lo siento” que era una confesión en toda regla. He pecado de desidia. Por mi culpa, por mi gran culpa. Él se encogía de hombros, sin juzgarme, y me mandaba a casa a por más agua caliente con jabón. Y mientars me alejaba lo miraba aplicado al lustre de la luna con tal delicadeza que le hubiera bajado un té servido en taza de porcelana. Con una rodajita de limón.

Olía a limón y a menta fuerte, ya lo he dicho. No, no era el hombre, con su mono de operario esforzado, era mi detergente pasado por ese afán de estío que me tiene revuelta y a deshoras. Ando por la casa eligiendo sin tocar los libros que me acompañarán cuando me pierda al otro lado del espejo. Apuntalo con letras mi mareo vital, tan envalentonado. Cruzo los calendarios con las chukis y no termino de verlo claro: semana de campamento, semanas con papá, semana de ¿París? ¿Londres? ¿Estambul?, quincena de Asturias. Nuestra Asturias. ¿Semana sola? Una “no semana”, es lo que quiero. Un agujero negro para tragarme y dejarme ir sin citas, sin requerimientos notariales, sin lavarme ni peinarme. Maloliente.

Y llamar al gruísta, que me cuide. O a un hombre pulcro, en su defecto, que atraviese los mares sin cansarse.  Oh, desaliento.

Y entonces, Robertson Davies.Te elijo a ti, pero soy casquivana, no lo olvides. “Fue en ese periodo cuando tuve un sueño, o una visión en el duermevela, en la cual volví a verme en un muelle, limpiando la suciedad y grasa de la cara de un ahogado, pero a medida que profundicé un poco más vi que no se trataba de mi padre, sino de un niño allí tendido, sobre el maderamen, y vi además que ese niño era yo mismo” (Mantícora. Libros del Asteroide).

Limpiar, se trata de limpiar.

Cuanto más escribo, menos leo. Cuando menos conduzco, más detesto a ese coche tan oscuro que se deja invadir por las agujas de un árbol pegajoso, las cagadas de jilguero impertinente, las gotas de lluvia sucia, los rayajos de niño aburrido. Los polvos de amantes sin techo. Las rayas de colgado sin bandejita de plata.

Y entonces R., amigo acicalado y lector empedernido, me describe nostalgias de un verano que fue por estas fechas, puede que antes, tiempo atrás. “Te recuerdo sentada en esa cama, escribiendo en tu ordenador, con aquella sonrisa que no se me ha olvidado”. No era yo, querido R., era una Barcelona jubilosa y unas calles recorridas del brazo, triunfantes. Pobladas de hortensias invisibles, y esas ventanas grandes, tan abiertas. Como las mías hoy. El puro agosto.