Me gustan los hombres que rompen compromisos vanos como rompen el frasco de las sales.

Corregiré. Me gustó mi cita a ciegas de ayer. Era con una mujer, pero se presentó con su hijo. La madre dejó enfriar sus lentejas mientras me relataba sus quebrantos de amor, gesticulando y jugando con el precioso foulard que llevaba al cuello. El hijo, mientras, la miraba y me miraba, tranquilo y nada sobresaltado al parecer por la vehemencia y profusión de detalles que  me regalaba la madre. Entonces ella lo animó:

-Hale, cuéntale ahora tú lo tuyo.
-No, no es necesario….murmuré yo por si él se encontraba en un aprieto involuntario.

Entonces empezó a hablar. Se había prometido a los 28 con una mujer tradicional, pija, de esas familias que añaden a sus frases mas rimbombantes la coletilla “de toda la vida”. “Era mi novia de la universidad, una chica muy maja…”, me informó sin duda para que mis prejuicios no dispararan un cañón equivocado. La madre, entretanto, miraba a su hijo con amor entusiasta y seguía el ritmo del relato abriendo mucho los ojos. Casi como si fuera la primera vez que lo escuchaba.

Yo comía arroz abanda y el chico hablaba del reloj que ella le regaló en la pedida, del anillaco con el que él correspondió, de que los días pasaban en una espiral frenética, de esas que casi no te permiten pensar. Hasta que el calendario señaló la despedida de solteros. Y cada uno voló con sus amigos.

Ella mostró entonces sus uñas. “Me empezó a preguntar que qué había hecho, obsesivamente. Yo le decía: pues nada, reirme con mis amigos, hablar de tías y emborracharme, lo normal en estos casos”. Pero ella insistía e insistía y casi podía oler ya el incienso dulzón y opresivo de la boda…

Como en todas las buenas historias hubo un punto de inflexión, una caída del caballo: “Me llamaron para que fuera a la joyería a “tomar la medida de mi dedo” para la alianza”. El joven lo vio claro, miró a los ojos a su miedo; no podía seguir adelante y respiró hondo antes de quedar con su novia y, en el mismo coche donde la había besado tantas veces, soltarle la bomba. “Casi convierte la puerta en abatible del portazo que pegó”, resume él.

Olvidé decir varias cosas. Justo cuando le iban a medir el dedo hizo, como los reos, dos llamadas: una a su mejor amigo. La otra a su madre, que en este punto casi ha rematado el bol de lentejas: “le dije que si tenía tantas dudas diera marcha atrás”, me cuenta. Y vuelve a mirarle a él, el hombre que nunca le ha fallado. El niño que la llevó al altar de una playa para su segunda boda vestido como un hippy guapo. El que la animó sin reservas cuando ella lo llamó para anunciarle que se divorciaba. Que esta vez también había salido mal.

Madre e hijo unidos por historias de amor y desamor, comen apaciblemente en una tarde perezosa de diciembre.

Me hubiera quedado allí. Tuve que irme. Me pareció que hay pocos hombres capaces de romper un compromiso a dos semanas de la boda. Me pareció que hay muchas mujeres que se casan con la sospecha de que eso no va a funcionar y aunque el día que las llaman para tomarles las medidas del dedo sienten una punzada en el estómago, miran a otro lado, tiran para adelante y permiten que el destino se cobre su presa unos años después, dejándolas tiritando en la cuneta.

Así que me faltó felicitar a esa madre por haber educado a ese hijo. Tan cabal, tan valiente y tan amoroso. Me faltó decirle a ella que sin duda es una mujer importante y sabia, aunque haya aprendido del amor a base de jirones. Y que hay hombres que corren con los lobos, y te aman y se arriesgan y, si la cosa se termina, dejan tras de sí un rastro a veces dulce, a veces doloroso.