Me reta mi amigo R. por wasap a que reflexione sobre el desencanto. Es su manera de saludarme tras el verano. Literalmente, dice así:

“Mi rubia: ¿a qué edad crees tú que empieza la decepción entre hombres y mujeres?”

El mensaje me sobresalta porque R. elimina los previos del protocolo. Los “¿como estás?, ¿qué tal las vacaciones? ¿Has superado el síndrome?”

Respondo: “¿A qué tipo de decepción te refieres?”, y enseguida marco su número para comprobar que no se está tragando un bote de somníferos ni un barril de absenta.

Se refiere, me explica con voz somnolienta (presiesta, no preintoxicación), a ese momento en el que uno se cae del caballo y empieza a creer que las relaciones de pareja son un afán inútil una vez que el romanticismo se escapa por la ventana. Pero no exactamente.

El desencanto. Jaime Chávarri

-¿Quieres decir que cuándo empezamos a acuñar esas frases hechas del tipo “todos los hombres son unos tarados egoístas” o “las mujeres que quedan libres en el mercado del amor ocultan recámaras tenebrosas?, inquiero.
-No, no sé… Me refiero a cuándo dejas de creer en que hay alguien ahí fuera que te llena. O a ese día en el que te planteas que a lo mejor el que está fuera de juego eres tú.
-A ver, mi R., ¿quién te ha roto el corazón este verano?

Desencanto, me parece, es un sentimiento tibio, metálico,  que penetra hasta los huesos y cuando se instala es difícil de expulsar, como la tenia, pienso tras colgar el teléfono. Y compruebo que prefiero la ira a la decepción porque la primera admite el exabrupto y te deja como nuevo, igual que el vómito tras un largo viaje mareante.

Pero con la desilusión no hay explosión que valga. Es ese vértigo sordo que te acompaña siempre y no se cura con pastillas. Una regurgitación leve y ácida que impide disfrutar del manjar más exquisito.

-Creo que el desencanto puede sobrevenir a los cinco minutos o nunca, me responde D. cuando tanteo su opinión experta sobre el asunto. “Y ocurre igual en la amistad y en el amor”.

Lo malo de que un amigo te pida que reflexiones sobre algo es que ya no puedes parar.  Pienso en esas veces en las que uno conoce a una estrella de cine de la que se enamoró en una película perfecta, y comprueba que huele mal o que eructa en la mesa. Pienso en ese escritor de culto al que un día conoces y te regala un monólogo onanista que te convierte en pared de frontón, sin más papel que encajar su yoyoísmo, convencida de que no te hará una sola pregunta si no es una treta para volver a masturbarse en tu cara con su ego.

El desencanto es tan demoledor que impide la tabla rasa. Es tierra quemada. Y supongo que una prueba de madurez consiste en construir sobre las brasas algo distinto, pero aceptable. Salvar los muebles, asumir que crecer es encajar cañonazos desilusionantes como si fueran balas de pistola de juguete. Rediseñar los afectos, ponerles otra etiqueta y colocarlos en otra balda de tu estantería.

Sobrevivir al naufragio sin perder el humor, ese talismán.

Y volver a decirle a tu amigo, ese hombre listo, amoroso e idealista del amor, que ahí fuera hay quien lo está buscando sin saberlo. Que no se conforme con cualquiera. Que no caiga en esa vulgaridad de las frases genéricas sobre los hombres y las mujeres, diseñadas para la autoindulgencia y los programas concurso de televisión donde unos y otras se lanzan improperios en un jacuzzi y se magrean entre patadas al diccionario y a la sintaxis más elemental.

(El desencanto, por cierto, es además una película documental brillante e inolvidable de Jaime Chávarri sobre la vida de los Panero que tengo muchas ganas de volver a ver. Convencida de que me removerá, me agitará las vísceras y la fe en la familia, pero nunca, nunca va a desilusionarme).

 

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