Mi querida Big-Bang:
Sostengo que la voz lánguida de la Bruni marida que te mueres con la resaca. Eso debió de parecerle a Sarko, y ahí siguen trago a trago, mientras nosotros esperamos con ansia morbosa el nuevo disco de la diosa. Anoche, con el pisco sour y las amigas de la universidad, el tema era mucho más profundo:”¿Chicas, qué me está pasando si me ponen hasta los maniquís de El Corte Inglés?”. No, esa no fui yo, que bastante tenía con echarle pisco al ardor del rubio platino que ha sustituido al pelirrojo radical. La interfecta era C, esa mujer que agita los rizos y suelta sentencias del tipo: “Tengo mi casa tan sucia que, como venga Sanidad, me la precinta”.
Sí, a los 40 las hormonas se vienen arriba y hay que tragar mucho para mantenerlas a raya. C. está venenosa de hombres y pastillacas. “En mi estado, podría liarme con cualquiera, aunque los candidatos son mi neurólogo, mi otorrino y mi psicota, los tres únicos hombres de mi vida actual”. Y tal y como lo suelta, se gira y baila, escrutando a los tipejillos que pueblan el Berlín Cabaret, ese antro de música de los ochenta y los noventa donde lo damos todo y se nos ve el plumero, porque nos sabemos las letras y se nos escapan.
Salir el sábado es supervulgar, pero la noche te reserva sorpresas y prototipos como para escribir un folletín por entregas. Ahí estaba yo, evolucionando al ritmo moderno y actual de Enola Gay, cuando justo a mi lado me percibí de la presencia de dos rubias platino bien ordinariotas, y verme en otras me hizo entrar en brote. “Chicas, decidme que no parezco una teutona vestida de Sepu como esas dos”. Mis amigas, que se aprendieron en su día el cuento del emperador desnudo, lo tuvieron clarísimo: “Dónde va a parar, tú eres fina y cool, como una lady Gaga con la bizquera corregida y sin dientes de conejo”. Pero nos miraban alternativamente con gesto de no encontrar las siete diferencias, las muy jodías.
Entonces llegaron ellos, los buitres carroñeros. Borrachos y capitaneados por Toribio. Un enano trompetilla que se acercaba peligrosamente al círculo de seguridad, tocando ora cintura, ora cuello, ora culete, mientras musitaba un discurso superinteligente y seductor, con aliento a whisky. “Vamos a ver, que corra el aire” le soltó mi querida M., la mujer más coqueta de la tierra, componiendo una de esas miradas a lo Vito Corleone tan disuasorias que Toribio puso pies en polvorosa. Y con él, los trescientos hombres que había en la sala.
Sí, puede decirse que triunfamos. Al menos salimos del local sin esguinces y con un ataque de risa. Gloriosamente solas. Dispuestas a seguir bebiéndonos las noches como venimos haciéndolo desde los 18. Cuando aún confiábamos en que la peluquería podía cambiar nuestras vidas y los bares eran la promesa de encuentros sin nostalgia ni bostezos. Con hombres de atrezzo que espantábamos sin querer. Pasmados como los maniquíes de mi querida amiga C.