El Museo Leopold de Viena permitirá visitar sin ropa una exposición de desnudos masculinos http://www.leopoldmuseum.org/en/exhibitions/52/nude-men/. Leo este titular que desintoxica de todas las noticias sobre corruptos y me divierte lo que cuenta: la citada muestra sobre la representación del cuerpo de ellos en el arte no ha estado exenta de polémica porque su cartel promocional son tres tipos en pelotas. Lógicamente.

Las mujeres estamos tan acostumbradas a que nuestro cuerpo sea una diana que apenas nos hemos dado cuenta de cómo el de los hombres se iba convirtiendo en gran tabú. La excusa, poco convincente, venía a ser una oda a las curvas femeninas frente a los badajos masculinos. La armonía contra el precipicio. En un alarde antitético que no se traga nadie a estas alturas pero que tampoco se cuestiona demasiado.

Recuerdo el estupor que me causó el desnudo de Harvey Keitel en la película “El Piano”. Lejos de ser un cuerpo perfecto, el suyo parecía cincelado con un hacha. Rotundo, nudoso, absolutamente sensual. Fue una mujer, Jane Campion, quien quiso mostrarlo así mientras  Holly Hunter aporreaba las teclas con furia hasta sucumbir al volcán de la anatomía de ese aborigen imperfecto y bello. Creo que todas las mujeres de la sala y algunos hombres habríamos hecho lo propio sin necesidad de perder varios dedos en el camino.

Comparar los desnudos integrales en el cine de ellos y ellas es un afán inútil. Las chicas ganamos por goleada. Un frontal masculino equivale prácticamente a porno. El pubis es poesía, ensoñación, hasta que se convierte en coño (con perdón). Y que alguien me lo explique porque ni todos los coños (con perdón) son precisamente bellos ni todos los penes son pollas (y no es un juego de palabras). Con perdón.

La diferencia, me temo, es que el cuerpo femenino ha cotizado en Bolsa desde antes de que existiera la Bolsa. Y aquí las feministas clásicas podrían esbozar una tesis. Al final, si para vender un yogur te ponen una mujer desnuda terminas incorporando el desnudo al paisaje cotidiano. Un hombre despelotado raras veces anuncia otra cosa que no sea un perfuma de Dolce&Gabbana (y aquí debería glosar la belleza apolínea de David Gandy, ese pibón de la Gran Bretaña al que tuve la suerte de abrazar.  Vestido).

Luego están los calendarios de bomberos con coartada de protesta, un lejano equivalente a los de tías en pelotas de taller mecánico de barrio. O el despelote de comedia que desencadena tertulias cerveceras sobre los culos de sus protagonistas (Full Monty), mientras que su equivalente -creo que se tituló “Las chicas del calendario” -desata oleadas de ternura.

Lo dejo no sin antes recordar la despedida de soltera de mi amiga M., hace casi veinte años. Por entonces hacían furor los clubs de boys y a ella se le antojó el plan, así que fuimos a un local bastante cutre, creo que por los bajos de Azca, donde nos cobraron un riñón por ver a unos horteras de gimnasio desnudarse entre sacudidas de cadera embutida en pantalón de falso cuero. Un coro de mujeres rugía a cada contoneo, y al cuarto striptease mis amigas y yo comenzamos a bostezar. Era nuestra primera vez y, lejos de excitarnos, habíamos pasado de la risa al bochorno ajeno. Los pobres strippers no tenían un gramo de sex appeal. Eran tipos tristes que sacaban la cola y extendían la mano.

Yo cuando pienso en un hombre desnudo sigo acordándome de Harvey Keitel, no puedo evitarlo. Y me sorprendo acariciando las teclas de un piano imaginario, en una playa brumosa y australiana…