“Cada vez estoy más convencido de que en lo más profundo del dolor existe una fuerza vital que no admite parangón con ninguna otra cosa terrena, una renovación embriagadora, una rara superación de la voluntad interior…(…) Se puede hoy día sentir con más plenitud el triunfo de la vida”. Stefan Zweig. De viaje, Europa Central (ed Sequitur).

No he hablado de lo que me calman las lecturas, o igual sí y me repito. Son bálsamos reconstructores. La solidez del cimiento en tiempos de marejada. Postes reconocidos, como esos palos que poníamos en las cabañas de la infancia para protegernos del escrutinio de los padres. Los mojones de mi paseo costero astur que indican que esta vez no me he perdido. O las manos con las que te tapas los ojos cuando ves una secuencia en el cine con jeringuillas y agujas. Empalizadas. Nos pasamos la vida levantando barreras para no sentir, para que no nos duela, para que no nos vean. Cuando con los libros podríamos construir una montaña sin grietas a base de susurros de autor. 

Hoy cita con el fisio para reconstrucción urgente de orografía de omóplatos, lumbares y alrededores. También otra cita, mucho más importante, con mi adolescente para hacerse un agujero de pendiente; su segundo agujero en una oreja, un símbolo; una pequeña transgresión frente a la ortodoxia de los dos aretes de la niña que ya no es. Quiere protegerse de ella, pero también de los adultos, y aún no ha descubierto al talismán Zweig (Stefan, who else?, si habláramos de café).

Ayer J. se cortó la melena densa, poblada y blanca. Una capitulación que clamaba al cielo. Luego me enseñó una foto de la mata de pelo desmayada sobre el suelo de la peluquería. Sansón no será ajusticiado por Dalila pero ya no tendrá donde esconderse de sí mismo. La coiffure tiene algo metafísico, un poder transformador que se ha banalizado y sin embargo cuenta. Mi horóscopo (Susan Miller es a los astros como Zweig a la literatura) dice que este mes ni se me ocurra experimentar con mis pelos. Un ángulo de quietud, una alfombra limpia y algunos amigos revoloteando y con ganas de enhebrarme en la aguja de sus planes. Y sin embargo un hilo de nylon, poderoso e invisible, tira de mí hacia mi yo más abisal. Un Viaje al centro de la Tierra necesario. Quietud y recogida si mis huesos vuelven a su sitio esta tarde y el cuerpo, devastado tras la chulería de comer boquerones en vinagre sin matar al bicho, se recompone y recupera del todo avidez, pulso y andares.

Esa fuerza vital que no admite parangón. Se refiere mi Stefan a la guerra europea y a cómo las ciudades devastadas tienden desesperadamente hacia  la vida. Lo vemos en Siria, acribillada. Seis años después del inicio de la contienda enconada y perversa hay niños jugando al fútbol entre una demarcación de escombros. Un impulso innato de vida cuando todo tiembla y se destruye alrededor, llámalo supervivencia, yo lo llamo milagro aunque no vaya a misa ni la vea en la tele.

Es viernes y huele a milagro. Sé que hay un milagro a la vuelta de la esquina. Sólo hay que quitarse los dedos de la cara, la aguja y la jeringa ya no están en pantalla. Sigue viendo la película, ansiosa de llegar al final, pero sin prisa. Cuánta contradicción, esa que nos define…