La leyenda de Bagger Vance

Y entonces una frase te deja columpiándote en el aire, suspendida.

Hay un golpe perfecto que nos elige a cada uno de nosotros“.
Y miras a las chukis para ver qué cara ponen, y están embelesadas con su pizza margarita y  “La leyenda de Bagger Vance”. Una película de Robert Redford que no habíamos visto, pese a que tiene sus años. Un filme de autoayuda de calidad, podríamos decir,  donde un guapo de hipertrófica sonrisa, Matt Damon, ha perdido su swing y debe recuperarlo. Y un ángel de la guarda negro, Will Smith (ese graciosete a quien tolero mal, salvo en los Men in Black), le muestra algunas pistas para lograrlo sin decirle lo que debe hacer.

Un rato antes, rebobinemos, Minichuki se había duchado rapidillo, como suele, se había encerrado en su cuarto, como hace desde que se ha autoproclamado oficialmente “adolescente” (patente de corso para el porculismo) y había regresado al salón vestida de maga, o más bien de mago: chistera, camisa blanca, pantalón negro, capa hasta los pies, un mostacho negro a lo Hércules Poirot y ¡un fajín rojo!. El detalle del fajín no lo entendí demasiado, pero mi hija siempre deja un hueco a la improvisación y al despiste; un quiebro al disfraz convencional.

En sus manos llevaba una caja de madera de la que extrajo una baraja de cartas, una cuerda, unos vasos cónicos y así… Yo tuve que dejarlo todo, porque a un mago no se le debe perder de vista, y asistí a un espectáculo magnético que rematé con un aplauso sincero.

Mujercitas

Hay un golpe perfecto que nos elige. A Minichuki la ha elegido la performance, la simulación, el tatatachán!. Me escuché decirle: “¡No dejes nunca de inventarte identidades, es tan divertido!”. El día que no se disfrace, que no fabrique un artilugio con deshechos de acá o allá,  que no escriba con la vieja Olivetti de su abuelo -para escribir se pone otro sombrero, un bombín, una camisa con corbata, americana negra y un palillo entre los dientes. El elemento desconcertante, de nuevo– lloraré porque sentiré cierto olor rancio a derrota.

Un adulto es un ser que a menudo olvida el bombín en el armario. Y entonces se le olvida qué era eso que le hacía vibrar. Eso que lograba detener el reloj, ensimismarlo. Eso que un buen día sepultó a enérgicas paladas en un jardín lleno de piedras.

(Ahora que recuerdo, mi heroína de la infancia, Jo March, en Mujercitas, escribía siempre con un sombrero con pluma.  Y tras muchas peripecias plantaba al guapito para entregar su corazón al escritor alemán -en la película Gabriel Byrne, cómo te amo-  al tiempo que entregaba un manuscrito de novela que al fin era aceptado por una editorial).

Hoy en Madrid es fiesta y ya llevo puesto mi bombín, con pijama de hombre, desde luego. Las Chukis duermen y tengo una misión. Corregir por última vez antes de imprenta mi primer libro, “La Vida en cinco minutos” (Círculo de Tiza). No se me ocurre un afán mejor, siento picoteos de pájaro en el estómago. Es una despedida, un fin de cuento. Después ya no será mío, como mis hijas hace tiempo que tienen vida propia al margen de mis negritas, subrayados de Rottenmeier y signos de interrogación.

Tengo la sensación poderosa, salvaje, de ser privilegiada. De que el golpe perfecto me eligió, aunque sea imperfecto, aunque salga del green. Estoy sola con mi palo de golf, el campo verde e infinito por delante, a lo lejos la bandera de mi destino. Bagger Vance me susurra al oído: golpea, no pienses más que en el golpe, golpea con todas tus fuerzas. Y allá voy.