He pasado la noche convencida de que me estaba dando un infarto. Me dolía el brazo, pero era el derecho. Un dolor que irradiaba desde el hombro. “Siendo el derecho no puede ser el corazón”, me he dicho una y otra vez. Me he levantado y he buscado la larga lista de mis recién diagnosticadas alergias a medicamentos -entre ellas a la aspirina e ibuprofeno- , he cogido el botiquín y he ido mirando los prospectos de varias medicinas; he terminado tomando Paracetamol, lo único de lo que me fío.  He pensado que los infartos, lo leí el otro día, suelen dar a primera hora, no a las tres de la madrugada, hora local. Quedaba mucha noche por delante. Pero la razón estaba de mi parte. Ese no era el lado del corazón.

Claro que lo mismo el corazón había cambiado de sitio desde la última vez que me lo arranqué para no sentir.

No seas paranoica. Te irritan las personas hipocondriacas. Esa obsesión por analizar cada leve síntoma y llevarlo al lado oscuro de la ilógica.  El gusto por el vademécum, los principios activos y excipientes. El placer insano de retener la atención ajena.

Un infarto en plena noche sería como un choque del Titanic. Las chukinas durmiendo. Hay que desalojar el barco sin ataques de pánico. Veamos. Llamas a tu adolescente: “Hija, despierta que nos vamos al hospital”. Pero entonces ¿qué hacer con Minichuki?. Una opción es dejarla dormir y calcular lo que se tarda en diagnosticar un ataque al corazón y ponerle remedio. No he leído nada al respecto, así que vamos a pensar que unas tres horas, grosso modo. El tiempo justo para regresar y llamar a la enana con besos, como siempre, que menudas pulgas se gasta al despertar. Pero, ¿y si la cosa se retrasa y ella despierta sola y no hay nadie?

No, eso no va a suceder. Empiezas a parecer una loca de esas. Aleteo en el estómago. Café. Otro café.

De noche las urgencias de hospital sólo tienen clientes de los que compran. Nada de darse una vuelta a mirar el género para distraer el tedio. La gente ha llegado sin duchar, vestidos a trompicones. Con legañas y mal aliento.

Lo que me ha llevado a otra reflexión, de tipo práctico, a las 4.35: “¿Debería ducharme ya, por si tengo que salir pitando?” Detesto la idea de ingresar en urgencias resudada y sin peinar. Infartada, sí, pero sucia ni de broma.  Así que me he duchado, pero he tenido que esperar largo rato a que saliera el agua caliente. Mi hombro dolía y yo pensaba que el Paracetamol es una mariconada que encima tarda en hacer efecto. Y que mi padre, quien siempre me llevaba de niña al médico, está a 500 kilómetros. La eternidad.

No, no soy hipocondriaca pero me tiemblan la rodillas. Y siempre que voy a urgencias pienso: ¿cuántas horas llevará de guardia el médico que me atiende? Más de doce, alerta. Si son 24, peligro. Nunca he entendido que quienes nos salvan la vida puedan estar de vigilia un día entero, con su noche. Si hablamos de un cirujano directamente me espeluzno. Mi cuñada la Enfermera del Amor le quita mucho dramatismo a lo de las jornadas en la Sanidad. Pero también suele contar cómo los médicos se tapan las negligencias y aquí paz y después gloria.

-Ingresó con un infarto. No pudimos hacer nada… A estas horas, de madrugada, los ataques son letales y parece ser que ella perdió el tiempo duchándose y escogiendo la ropa y los zapatos.

Pienso ahora en un posible relato. Un joven médico MIR decide realizar en secreto un estudio sobre la  hipocondría con pacientes que llegan a urgencias con síntomas que supone imaginarios. Para elegir la muestra se basa en la pura observación: cogerá a los que han llegado limpios y bien vestidos. Los meterá en un cuarto oscuro y alejado del tránsito hospitalario y les dará por estricto orden de llegada un cóctel loco de medicamentos de colores, sin ton ni son, para ver cómo reaccionan. Los pacientes, que se llaman así porque obedecen sin rechistar a lo que les diga cualquiera con una bata blanca, tomarán las pastillas e irán reaccionando.

A uno de ellos, una mujer, le dará un infarto. El MIR dirá: “no sea teatrera”. El brazo que le duele no es el del corazón. Entonces, por si acaso, le dará una aspirina. Y la matará.

Por dios que amanezca ya! El Dr. Menguele afila ya el láser que achicharra córneas y fortalezas.