Rene Redzepi

Anoche en una tertulia de esas que frecuento entre bostezos un tipo decía con sarcasmo que era “imposible” que el mejor chef del mundo fuera danés. Se refería a René Redzepi, cuyo restaurante,  Noma es, por tercer año consecutivo, el mejor del mundo según la lista The 50 Best, anunciada por la revista Restaurant. 

Cuando escucho un comentario tan de español mediocre me pongo de los nervios. Ese “lo nuestro, lo mejor” nos ha hecho demasiado daño. Naturalmente, el mismo tertuliano sacó su retranca patriotera a pasear para cargar con idéntica lucidez argumental contra Evo Morales, que acababa de apagar el interruptor de Red Eléctrica de España. Tuve que cambiar de emisora para recuperar las pulsaciones con la ironía inteligente de Miguel Ángel Aguilar. Ese periodista de mirada transversal y pensamiento propio que en un momento dado esgrimió una frase de Arturo Soria: “Aquí están haciendo falta suicidios”.

Creo que el pecado más español es la soberbia sin cultura. El ombliguismo. Esos arrebatos superlativos que nos han hecho creer que el “Spain is different” era un piropo. Un chef danés guapo y delgado que se pasea por la costa recogiendo algas para la alquimia de su cocina. ¡Qué desatino!. 

La escasez de idiomas tampoco nos ha ayudado mucho. El español, en lugar de avergonzarse porque es incapaz de desenvolverse en otra lengua que la de Cervantes (y mal empleada), se cabrea porque en alemania no entiende al vigilante del museo, que probablemente le está diciendo que deje de hablar a gritos.

Dallas. Sue Ellen, mi musa, junto a J.R

Sí, es otro tópico. Como el de nuestra excelente e incomparable cocina, pero a la inversa. Anoche las chukis querían salir a cenar a una hamburguesería. Me negué: “Iremos a un peruano”. Torcieron el gesto, pero como las chukis con tal de cenar fuera comen algas de chef danés, secundaron el plan. Fuimos al Tanta (tantamadrid.com/), un restaurante donde el pisco sauer podría convertirme en Sue Ellen (la borracha de Dallas, para los no iniciados) y donde los platos, deliciosos, encierran poesía andina entre su cebiche de pulpo y ese pan de patatas glorioso. Las chukis lo tuvieron claro: “Queremos hamburguesa”. Y por desgracia era una de las opciones de la carta. Me abochorné al verlas tan poco abiertas a probar, a dejarse sorprender por lo distinto.

La intolerancia, creo, tiene que ver con la pereza. Con ese no arriesgarse a cambiar de sitio en el sofá para mirar tu habitación con otra perspectiva. La intolerancia tiene que ver con el orgullo. Con esa exaltación de lo propio, del corralito doméstico. La intolerancia es pura soberbia, pero también gula. Es atiborrarse de la miseria propia para no ver la opulencia ajena. La intolerancia es avariciosa porque se sobresalta cuando le tocan eso que puede enriquecerla y que, cosas de la globalización, se asienta en tierra extranjera. La intolerancia peca de lujuria porque se lo quiere comer todo hasta reventar con tal de no peregrinar a un restaurante en Estocolmo donde le podrían volatilizar de un bocado la aguerrida grandilocuencia de una paella.

Hacen falta suicidios, don Arturo. Estoy completamente de acuerdo. Y acabo de decidir que hoy comemos japonés. Y a la que no le guste, que se aguante.

 P.D. Por algún motivo extraño mi ordenador se niega a escribir si no es en cursiva. Supongo que es una señal, una llamada desesperada a hacer literatura, a autocitarme sin cita previa. Mis disculpas.