El octavo pecado capital: hablar por hablar.

Entiendo que el silencio abisal de un ascensor incite a la verborrea. Si te callas pueden asaltarte pensamientos turbios como que el otro es un serial killer, un ama de casa ofuscada o un niño a punto de pataleta, lo que desata tensiones poco asumibles en un habitáculo de 70 cm2. Las palabras son ruidos que evitan pensamientos inapropiados, desde luego. Pero la contaminación acústica es un delito penado con multas considerables.

Hoy, por ejemplo, escucharemos a Francisco Camps en el banquillo jurar una y otra vez que él pagó sus trajes con el sudor de su frente. Y será como el que oye llover. También habrá que oír al  entrenador del Real Madrid alguno de sus exabruptos cotidianos post derrota. Mourinho pierde puntos en cuanto gesticula y abre la boca, pero si se le quita el recurso es como quitarle a un bull dog la capacidad de amedrentar. Se queda en nada.

Hablarán, a cara de perro, Cameron y Clegg. Que tu socio en el gobierno te dé por saco en una entrevista televisada debe ser irritante hasta para un súbdito del país del té de las cinco.

Rajoy, por su parte, hablará lo justo. Le ha ido tan bien diciendo nada que no va a meterse ahora en aguas pantanosas. Y Urdangarín acaba de anunciar el nombre del abogado que en adelante hablará por él. Un tipo con muchos apellidos que tratará de despistarnos con términos técnicos mientras la Casa Real murmura y lamenta su suerte por los pasillos de palacio.

Creo que la palabra está sobrevalorada. Desconfío de las personas que hablan sin parar, que rellenan los silencios con material de derribo. Pero también de aquellas que no se pronuncian. Debería haber un medidor de ritmos y turnos de conversación, que además eliminara la morralla que se cuela entre frase y frase. Los buenos poetas practican las elipsis, estiran cada sílaba y se cargan los adornos. Al menos esos poetas a los que escucharía a solas en un ascensor de 70×70.

Me cargan los charlatanes, exceptuando los de feria. Las muñecas chochonas y los perritos pilotos requieren altas dosis de palabrería y qué sería de un mercadillo sin un gitano vendiendo bragas a voz en grito. Pero quitando esas excepciones, prefiero que me hablen al oído.

Ya puestos a pedir, me excitan las frases bien construidas. Sin disonancias, excesos de adjetivación y sin gerundios. Eufónicas, directas y limpias de latiguillos. Nada más irritante que esa presentadora rubia de cierto programa del corazón que adereza sus pobres introducciones con un colofón de tercera regional: “las cosas como son”. Tanto lo repite que en casa la llamamos así: “mami, ya ha empezado la de lascosascomoson”, gritan las chukis. Y nos plantamos a hacer recuento, y se admiten apuestas.

Declaro que hoy es el día internacional del silencio. Que el silencio nos hará libres. Que la dieta de palabras es más eficaz que la Dukan y no provoca cetosis intelectual. 

Y subrayo que ese programa de radio cuelgue llamado “Hablar por hablar”, en la cadena SER, es ese al que llama gente que tiene cosas que decir en el frío y la soledad de la madrugada. Una bonita paradoja.