Me dice M., mi peluquera, que está cansada de entregarse. Que sus vacaciones perfectas consisten en ir sola a un hotel y no hablar con nadie, concentrada en el punto de fuga de la piscina. Le digo a M. que hablar gratis sale muy caro. Se muestra de acuerdo de inmediato.

Las piscinas comunales son nidos de charlas perezosas y sin compromiso. Mi madre solía bajarse a la suya con un libro para evitar desgastarse con el chismorreo circundante. Ya no lo hace. El sistema la ha abducido y se pasa ratos con las vecinas hablando de los hijos y sus destinos fatales de postuniversitarios en pie de crisis. Conversaciones circulares que arrancan en el punto exacto donde terminan.

Yo, que soy una borde piscinera, me tumbo con mi sombrero de ala ancha bien calado y clavo la vista en el libro. El día que Minichuki se ahogue saldrán las vecinas chismosas en la prensa local diciendo que esa madre sólo tenía ojos para Thomas Berndhard, seré dilapidada socialmente y ninguna otra piscina me admitirá entre sus socios.

Hablar por hablar es como escribir por escribir. Un dispendido que a la larga se paga caro. La diarrea de palabras no tiene un Fortasec que la contenga. Los talleres de escritura están llenos de incontinentes que hacen florituras banales y las llaman relato. Y yo misma podría ser uno de ellos, aunque no asista al taller. Lo mío es más la toalla y la hierba bajo mi tripa, imaginar secuencias encadenadas mientras me acuna el runruneo de la charla insustancial de las comadres, que resumen un año de sus vidas -el que nos separa de verano en verano- en cómodos plazos urdidos mientras le pelan el plátano a sus vástagos.

Hay demasiados elementos estivales gastronómicos que hacen tándem con la charla: el tinto de verano, el gazpacho y las kokotxas, por ejemplo. Y mientras paladeas estos manjares de los dioses  puede ser que C. te regale una de esas sentencias sobre los hombres que tan bien conoce:

“Los peores cuando rompes son aquellos que dependían de ti. Se resisten a perderte como gato panza arriba y te hacen la vida imposible”.

Las relaciones dependientes son tóxicas, lo sabe C., pero a menudo arañan la eternidad. Las independientes nacen y mueren cada día, y te obligan a construir desde cero como esos cocodrilos de arena que adornan los paseos marítimos y despiertan murmullos de animación. La independencia necesita un pegamento, una masilla que impida al artista convertir su frustración en desaliento cuando al amanecer se topa con su obra de arte machacada por los pies de los niños.

El amor es Sísifo en la cumbre, y Sísifo arrastrando la piedra. C. no puede estar más de acuerdo, aunque reconoce que ella carga lo justito. Y apura su vino blanco con mucho hielo y te regala un relato que no contarás nunca pero que ya ha disparado los jugos gástricos de tus dedos. Esos que componen una historia mientras, a pocos metros, las amigas de tu madre se preguntan cómo una señora tan simpática tiene una hija tan arisca e insociable.