De todos mis terrores cotidianos, el de perderme es el más frecuente. Las perdidas reincidentes tenemos un chiste blanco que dice: ¿Cuál es el colmo de los colmos de un desorientado?…”Ser guía de grupo”. Viene a ser, salvando las distancias, como convertir en apicultor a un alérgico a las abejas o enviar a un pirómano a apagar un incendio.

Si no lo conté fue  porque mi reputación está ya maltrecha, pero de camino a la cornisa cantábrica desobedecí un poco al GPS. No porque sea una indómita, que también, sino porque había comprobado en un tramo conocido que la realidad no se correspondía con el mapa, y tardé unos treinta segundos en recordar que los GPS hay que actualizarlos, cosa que no he hecho en mi vida. Así que doscientos kilómetros más allá me dio una aprensión tremenda a coger el desvío que me ordenaba el insistente aparato y tiré hacia otra dirección que, naturalmente, no era la correcta.

-Ya estamos, mamá, si no te pierdes no te quedas contenta (adolescente, displicente)
-¿Cuándo más vamos a tardar ahora?, Tortu está mareada (Minichuki, práctica)

Mi tercera hija (dulce, adorable) no dijo ni mu. Prefirió no contrariar a la guía, que ya se sabe que cuando uno cuestiona al que manda puede terminar en el infierno condenado a trabajos forzosos.

Perderme me provoca estremecimientos gástricos. Pero hay una fuerza mayor que me reta cada vez que emprendo un camino conocido a buscar una alternativa posible. No sé si es una variedad del sadomasoquismo, debo hacérmelo mirar. Los senderos  ya sabidos son tan relajantes como tediosos, y además tienen trampa, porque ir con el piloto automático es el pasaporte hacia una nueva desorientación. Como preguntarte si apagaste el gas justo después de salir de casa o dónde has puesto las llaves nada más meterlas en el bolso.

Cuando salgo a correr cada mañana engaño al circuito. El paseo de los tilos, la barandilla frente al mar surfero, el bar donde los pescadores se toman un pincho de tortilla con café humeante al volver de faenar, el puerto con sus barcas bamboleantes y una o dos gaviotas subidas a los mástiles que otean restos de peces. La curva que asciende con sus escaleras de piedra, el camino entre dos paredes altas donde siempre temo que me salga un perro, el acantilado, la ermita y la pradera. Mi recorrido matutino en este pueblecito es invariable, hasta que decido cambiar un tramo y elijo la calle que no es, un callejón estrecho que me lleva a una plazuela desconocida o a un parking feo de solemnidad. Pero si consigo retomar la ruta, eso que hace el impertinente de mi GPS sin despeinarse, me asalta una sensación de euforia que convierte el premio -el baño en la playa cuando aún no han puesto la arena- en un placer sumarísimo.

Lo más relajado del verano es abrazar la simpleza como una religión. Violar las costumbres, pero sólo un rato. Perderse en la carretera apenas esos kilómetros que separan la inquietud de la antesala del pánico. Comprar el pan reciente y el periódico y leerlo con tostadas como el que oye llover. Desorientadamente.

Perderse es una forma de encontrarse, se me ocurre. Yo hoy me he propuesto trotar un camino alternativo porque mi GPS interno ha amanecido rebelde y cualquier desorientación será la forma de embridarlo y traerlo de vuelta a casa, resudado y encogido por el frío de las olas plateadas que ya me esperan, frotándose las manos de espuma y de violencia…