Hay dos caladeros estrella donde nos juntamos los modernos Rodríguez en agosto: el supermercado y el parque.
Mejor dicho, hay tres. El tercero es el cine.

Lo de ir al supermercado ha sido un esfuerzo extraordinario. Mi intención era comerme las existencias de nevera y despensa para empezar de cero. Así he ido tirando a base de menús bastante exóticos que no pasarían la criba de ningún chef de la tele, por muy indulgente que fuera. Ayer, ante la posibilidad de cenar un aguacate medio podrido y una triste lata de sardinas, saqué fuerzas de flaqueza y me dirigí a la catedral de los singles desesperados. Había muchos, la mayoría hombres, y se arremolinaban en las estanterías de la cerveza, los lácteos delicatessen y los congelados deluxe. La zona frutas y verduras era un erial, y el pescadero bostezaba de aburrimiento cuando le pedí unos langostinos y una lubina ad hoc. A mi lado, un señor en bermudas y camisa (el uniforme de los Rodríguez que no sucumben a esa horterada infame de los pantalones pirata+sandalias) dijo: “Qué buena idea, yo también debería tomar pescado, que llevo tres semanas sin probar nada. Dame unas gambas y esas necoritas, anda”… (Cuando los señores en bermudas dicen pescado suelen referirse al marisco, pero esa es otra historia)

La cesta de la compra de una madre cuando no tiene hijos a su cargo no es exactamente igual que cuando sí están y hay que equilibrar proteínas, hidratos, vitaminas y etcétera. Y decir no a los dulces trans y a las bebidas carbonatadas. Te dejan sola y es el salvaje Oeste. Venga cervezas de importación, venga latas de mejillones en escabeche, venga chocolates amargos y panes de centeno con calabaza, de centeno con pipas, de arroz con trozos de colores…

Ya en la caja miré el contenido de la compra y pensé lo que me diría mi propia madre: “Hija, esto es todo lechuceo. A ver si aprendes a hacer una compra como es debido”. 

Jackie Kennedy, mi modelo e inspiración

Luego volví a casa y guardé el botín en la nevera, para disponerme a conquistar en segundo guetto single: el parque. Armada con mis zapatillas de siete leguas y un look radical más adecuado para participar en las Olimpiadas que para el trote de abuela hetpuagenaria que emprendí, con una sofoquina que hacía que mis sienes palpitaran mientras me cruzaba con mis iguales. Tipos echados a perder tras un verano de excesos que se cruzaban poniendo cara de “ya estamos aquí” pero no saludaban. Yo, que cuando corro saludo a diestro y siniestro, como si fuera Jackie Kennedy pre magnicidio, me sentí muy indignada por la mala educación de esos señores y pasé a mirar la punta de mis pies como una runner borde más mientras consideraba si rilarme al alcanzar las 185 pulsaciones (a 35º, una temeridad).

Terminada la hazaña, volví a casa, me di la madre de todas las duchas y un banquetazo estilo boda de pueblo con una cerveza helada, no sin antes prepararle a Tortu su menú clásico y charlar con ella como vengo haciendo desde que soy Rodríguez y he optado por una dieta social de silencio y meditación:

-Tortu, qué agustito estamos las dos,  con todo lo que una mujer y una tortuga puedan soñar y sin que las chukis se enteren de estos desmanes gastronómicos ¿verdad?

Ella asentía con leves movimientos de cabeza y se puso loca cuando le di una ración extra de gambas. Luego vimos juntas “El Padrino” y pensé que la felicidad es hacer lo que te da la gana por unos días, sin que tu madre te recrimine ni tus hijas te demanden.

Sí, soy ese tipo de mujer. Que los dioses me perdonen y prolonguen estos agostos de extravagancia libres de impuestos.

Hoy pienso ir al cine. Sola. Feliz.