En el último día del año he decidido obedecer por fin a un hombre: Mr. Tom-Tom.

Lo cierto es que empezamos mal, como una metáfora de mi vida desnortada. Yo tenía un tom tom que compré justo antes de las vacaciones de verano porque mi propensión a perderme al volante añadia no menos de 50 kilómetros a cada viaje. El mismo día que lo estrenaba elegí en el menú de “voces” la de un hombre moreno y argentino; si te mandan con el suave y dulce acento porteño te cuesta menos hacer caso. Apreté en votón de OK y no pasó nada. Sin duda el aparato, mucho más listo que su nombre, intuyó mi rebeldía, de manera que apreté más fuerte, y más, hasta que apareció una raja que atravesaba la pantalla de la que aún no había quitado el plastiquillo transparente.

Me presenté en El Corte Inglés, ese lugar donde presuntamente no le ponen pegas a los desastres, y expliqué lo que me había pasado a un triste alopécico con traje marrón, que escuchaba mi relato con cierto brillo de sospecha en la mirada. Cuando terminé, me obligó a repetírselo al jefe de planta. Un señor encantado de haberse conocido, de esos que recorren la sección de electrónica a zancadas, con su traje de Emidio Tucci descangallado y gris, y una corbata que ha conocido varias temporadas. El hombre tenía bigote ralo y como era el jefe se permitió verbalizar sus sospechas:

-Verá, señora (mal empezábamos), estos navegadores no se rompen así como así. Hay que darles un buen golpe… Y mientras lo decía me miraba de arriba abajo, como calibrando si la rubia era capaz de cabrearse tanto como para romperle a un hombre de acento argentino el Tom-Tom en la cabeza.
-Le estoy diciendo, señor encargado…
-Jefe de planta.
-Eso, encargado de planta…Le digo que no lo golpeé. Que simplemente apreté con el dedo contra la cojopantalla para que el argentino me guiara en mi vida descarriada, pero se rompió, supongo que por el peso de la responsabilidad. Guiar a una desorientada vocacional e indómita no es tarea fácil.
-Señora, estos aparatos obedecen sin rechistar. Debió ser usted violenta. Así que no le puedo dar uno nuevo, sino mandarlo a la casa madre, en Holanda, a ver si lo arreglan.

Así fue. Y debió llevarlo Miguel Strogoff ciego, a pie y con grilletes porque tardó tres meses en regresar. Para entonces yo ya me había perdido cien veces y acusaba mareos cada vez que cogía el coche. “El Tom-Tom ha llegado”, me anunció con solemnidad.

Debo confesar que corrí ansiosa a por el hombre de mi vida. Y que cuando llegué apenas miré al encargado jefe, que abría pomposamente la caja para descomponerse al comprobar que la “casa madre” había devuelto el Tom-Tom con su raja. “Sin duda han pensado que fue por mal uso”.

No estaba de dios. Aquello era una señal. Andaría perdida por la vida sin escuchar cantos de sirenas en ningún acento. Pero no sin antes luchar contra aquel relamido con bigote, al que amenacé prácticamente con que encontraría la cabeza sangrande de un caballo en su cama.

Al día siguiente recibí una llamada. Un hombre, el jefe de planta pero apocado, con voz trémula. Me iban a dar un navedador nuevo: “Conste que no se lo da TomTom sino El Corte Inglés”. Y yo: como si me lo dan Curro Jiménez o el Dioni.

Tardé tres meses en ir a buscarlo. En el fondo quería seguir perdida. Terminar en cruces de caminos sin señalizar, entre nieblas y zarzas con vistas al cielo. Escuchar la música a tope, no al porteño relamido de voz aséptica. Hasta que hoy, último día del año, lo he sacado de su caja y he ido seleccionando con suma dulzura las opciones del menú. Al llegar a la voz, he hecho click en Susana, que me ha conducido sin problemas hasta un pueblo donde mi familia y yo brindaremos por las rutas que se abren y las cunetas en las que no caímos.

Feliz año, orientado y salvaje!!!