Monasterio de El Escorial, ayer

De todas las dietas que conozco, la dieta del silencio es la que mejor arranca las grasas saturadas del cerebro. No cuenta, naturalmente, el breve intercambio de palabras con un camarero solícito -“una Alhambra sin copa, por favor”- ni los desvelos sociales que impone tener un perro tan simpático, zascandil y seductor como mi Bronte. Hoy, de buena mañana, trotábamos ambos por el bosque de la Herrería, en San Lorenzo del Escorial, pateando hojas en variopintos ocres pasados por la humedad densa del rocío, cuando se nos cruzó una mujer embutida en abrigo de piel de especie protegida, melena rubia rala ahuecada con esfuerzo y laca, edad difuminada por los rellenos faciales y bolso con logo francés de Rue Saint Honorè.
Mi Bronte -que tiene pedigree en su paladar zahíno pero el desenfadado encanto del chucho callejero- mostró un interés relativo por su perro de aguas reluciente y recién cepillado y mientras se olisqueaban los respectivos traseros nosotras comentamos lo guapos que eran ambos (mis hijas se encelan porque dicen que nunca dije eso de ellas).

Bronte

Un kilómetro y medio después nos dimos de bruces con una pandilla perruna que andaba criticando a “esa vieja rubia del visón que se intentó ligar a Felipe, menuda tipa. Aunque igual no es tan vieja, es que está mal conservada”. Me hizo gracia la coincidencia. Evidentemente hablaban de la de antes. Sin piedad.

Las conversaciones sociales a menudo son así de crueles e inconsistentes. Yo me reservo la crueldad para debates en silencio. No diré soliloquios, sino diálogos complejos en los que a veces interviene un tercero (mis tríos nunca fueron carnales, con esa tara monjil me iré a la tumba). Los cuartetos de cuerda, me parece, son un reflejo de esas tertulias mentales que un día capturó un compositor y las volcó sobre una partitura. Mi partitura está deshilachada y a ratos la interpreta un mono puesto de crack. Otra se deja llevar por las circunstancias o los momentos flashback.
He vuelto al lugar del crimen, de eso hablo. Al llamado “marco incomparable” a una hora de Madrid donde me hice periodista. Al lugar donde con apenas veinte años aprendí el oficio de hacer preguntas y donde me di cuenta de lo poco mitómana que soy. Al sitio donde tras muchas horas corriendo detrás de ministros, premios Nóbel, escritores/as, investigadores o celebrities de la cultura terminábamos bailando locamente en un antro donde servían deliciosas hamburguesas a precio de estudiante.


He pasado por delante de la iglesia del monasterio donde escuché el Requiem de Mozart más sobrecogedor que recuerdo. Me he detenido delante del Cafetín Croché donde atacábamos aquellos platos de croquetas y albóndigas a deshoras. He pisado las calles sembradas de caserones majestuosos de piedra que siempre se llaman “Villa Amelia” y donde siempre fantaseo con que son de un hombre asquerosamente rico que idealiza a su amada. O quizás -esta es mi versión menos romántica- que le pone los cuernos a su esposa y para calmar la culpa bautiza con su nombre todas sus posesiones.

Casa con hiedra de otoño

He recogido castañas en una bolsa de detritus de perro y he jugado con Bronte a tirárselas muy lejos en la explanada imponente del Monasterio, mientras la neblina anoche nos embriagaba de una luz fantasmal tan imponente que olía a relato de Gustavo Adolfo Becquer. He vuelto al teatrito de Carlos III, a sus butacas de añejo terciopelo azul, y he vuelto a ser la única espectadora que iba sola. La impar entre pares que se daban la mano y comentaban el concierto. Y todo estaba bien.

He sentido que había en mí una cuerda que ya no ha vuelto a vibrar por rota o por falta de afinado, y lo he pensado mientras miraba al intérprete arrancar quejidos a su viola gamba y el primer violín bailaba desgarbado y con la americana abierta de un traje desgastado y sin aliño.
He desayunado con pan de maíz y pasas, mientras anotaba furiosa en un cuaderno a salpicones de tinta como lana enredada que hay que tornar madeja. He dicho no y luego sí y luego no y luego quizás y luego…¿me trae la cuenta, por favor?
Y he sentido, por fin, que el cuarteto de voces gritonas iba calmándose poco a poco. Y que en este silencio pretendido arreciaban las nubes oscuras y empezaba a sonar algo parecido a un adagio cálido de oboe. Y Bronte respiraba dormido y confiado a mis pies. Silencio nutritivo. Otro domingo.