Me gustan los puentes de hierro. Esa mezcla de ligereza y majestad con que saludan al río y desafían el peso de las almas que los cruzan entre levísimos temblores. El hormigón ha hecho mucho daño a la arquitectura que une dos orillas, me parece, y volver a pasar de Oporto a Gaia por las tripas de Don Luis es una emoción largamente postpuesta y saboreada como un postre tras una dieta eterna de aire frío.

Me gustan las respuestas contundentes, sobre todo si te hacen pensar un rato más de lo prescrito. Yair Lapid, ayer, sin ir más lejos, ex boxeador, periodista, aspirante el trono israelí. ¿Qué le define como judío si no cree en Dios? “Hitler”. El odio nos define más que el amor, a menudo. Nos define lo que rechazamos y eso lo que nos ofende a la vista. Me define que no me gusten los puentes de Calatrava, siempre pienso que son el Cortilandia de la arquitectura, y que en otras manos menos megalómanas, más al servicio del hombre, más humildes, hubieran abrazado tantos ríos sin asfixiar sus cauces.

Hay en el adorno de más un intento de colar el ego que no procede. Me gustaron las piscinas de Álvaro Siza en Matosihnos (gracias J.P) porque no vi su mano, sí su espíritu que acaricia el mar y no se impone. He buscado temprano sus palabras:

Puente María Pía

-¿Qué hace arrogante la arquitectura?
-Ignorar donde está trabajando. Uno no está solo. Hay tramas de
relaciones humanas. Continuarlas es la razón de ser de la arquitectura.
Eso no quiere decir que la arquitectura deba ser prudente. Pero lo que
traiciona el contexto es arrogante.

Y luego dice algo mucho mejor: “La arrogancia a veces es simplemente incompetencia“.

El río Duero se desliza brioso y porteño bajo dos puentes de hierro. Uno lleva la fama -ya lo he citado- y otro carda la lana. Ambos salieron del ingenio afrancesado de la compañía Eiffel. El segundo lleva el nombre de la esposa de Don Luis, María Pía, y dicen que con él se estrenó el arco para alfombrar el paso del tren. La otra tarde lo recorrimos en un barquito breve cuatro amigas, y fue un atardecer anaranjado de esos que te regala el sol de cuando en cuando. Con el relente calándonos los huesos, disputándose nuestra atención las dos orillas. La sensación de paz y de armonía con los cuerpos cansados, justas de sueño.

Oporto no es arrogante, ni lo intenta. Te acoge, te tortura con sus cuestas. Te regala la bruma de mañana, hasta que escampa y su luz se hace milagro. Definitivamente, me gustan los portugueses. Son dulces, oficiosos y tienen sentido del humor. Conducen como locos, nadie es perfecto. Y haberse inventado el fado para llorar a gusto tantas penas me parece un prodigio, aunque el fado se entienda de Lisboa, más soberbia, y mucho más señora. Oporto es señorita lavandera. Me sorprende la colada en los balcones, color panza de burra, desafiante. Nadie enseña las bragas con zurcidos salvo que no le importe, este es el caso. Tierra de pescadores que sin embargo puede dar lecciones de arquitectura, y no sólo de Siza o de Souto de Moura, también esa Casa de Música de Koolhaas que esta vez no visitamos, perdidas entre calles angostas que siempre dan a iglesias muy barrocas. Y esa Torre de Clérigos, tan bella, y ese mirador frente a la catedral que te invita a despeñarte cuesta abajo, y te pierdes y recuerdas que justo allí hace unos años también se perdieron tus pasos. Pero que si te dejas caer llegarás siempre al río, podrás caerte muerta en su regazo con un vino de Oporto en una terraza amable que no entiende de ornatos. Cuatro sillas y una mesa con vistas a las bodegas. Y a los puentes.

Casa da Cha. Álvaro Siza

Debo contar también que prescindí de entrar en la bodega (vista una, vistas casi todas). Me senté en su lugar en un banco a ver pasar los barcos. Dormitando por efecto del último sol sobre mi cara. Rodeada de familias que comían castañas asadas de delicioso olor, mientras nos sobrevolaba un helicóptero zumbón que al parecer enseña a los turistas la ciudad en plano picado, cenital. Me he traído de vuelta ese rato en silencio y casi inmóvil, y también ese pulpo a la brasa, tierno por dentro, crujiente de piel, excepcional, que aquí lo llaman polvo. O el vértigo de un taxi a la carrera, las risas con mis viejas amigas y esos temas de conversación que se repiten y no importa porque son el cemento de una larga biografía de amistad. Somos puentes sencillos, nada calatravescos. Y a ratos nos callamos, y nos metemos las unas con las otras, y nos juramentamos para seguir viajando. Y podríamos rematar la frase de la otra, como esos matrimonios de siempre. Y es bonito.

Fin de viaje!

Quiero volver a Oporto, estoy segura. Será la sexta vez, apunto en mi libreta. Es dulce renovar votos de amor con las ciudades, llegar y sentirte parte de ellas. Mezclar tantos recuerdos y personas -¿No estuve contigo el el Palacio de la Bolsa, estás segura? Que te juro que no (so pesada, no insistas)- Me gustaría pasar algunos días en Matosinhos. Pasear frente al mar bravo, llegar a la Casa da Cha, comer allí y seguir el camino de la costa sobre esa pasarela de madera, arena blanca y fina. Sola o mejor acompañada, ya veremos. Y pensarlo me parece tan viernes, y tan sábado, que este lunes pasará sin pasar, porque un viaje dura hasta que se extingue el último recuerdo. Y bien podría ser nunca, me parece.