“No sirve para nada intentarlo”, dijo Alicia; “Uno no puede creer cosas imposibles”. “Me atrevo a decir que tú no tienes demasiada práctica”, dijo la Reina. “Cuando yo tenía tu edad siempre practicaba media hora cada día. A veces llegaba a creer hasta seis cosas imposibles antes de desayunar”. Lewis Carroll. Alicia en el País de las Maravillas.

Hoy antes de desayunar creo que mi adolescente, que acaba de entrar por la puerta después de celebrar su graduación del bachillerato toda la noche, es un ejemplo de superación que yo no he sabido valorar en su justa medida, entretenida como estaba en que no le hicieran rasguños la desgana, la inmadurez, la rebeldía, las terribles migrañas y hasta el exceso rimmel.  No es que fuera un imposible que llegara hasta ayer, tan bonita y tambaleante sobre unos tacones de infarto, pero en el camino se ha peleado con dragones de los que no podía defenderla nadie salvo su propio coraje. Y ha salido triunfante.

Confieso que ayer me traje a casa uno de esos libros de autoayuda que me envían y desprecio porque considero que son sucedáneos filosóficos para bobos que no leen. Se llama “El cociente agallas” (Espasa) y lo firma un tal Mario Alonso Puig. Llevaba un tiempo cruzando conversaciones con D. sobre la reinvención, la valentía,  y este libro trataba el asunto, imaginé que con máximas simples, claras y un poco hierbas, como uno espera del género. Frases sin gran complejidad, obviedades vainilla vestidas de tul y alguna intuición fácilmente compartible.

Y así es. El libro, que he ojeado, repite las clásicas proclamas contra el pesimismo, habla salir de la zona de confort, de esas personas tóxicas que se enredan en pensamientos negativos y vampirizan a su entorno, de perfiles emocionales, blablablá y…de lo poco fiable que puede ser un pensamiento: “Si se piensa mucho, acaba uno paralizado porque es muy fácil encontrar razones y justificaciones para no moverse. Es lo que conocemos como parálisis por análisis. (…) Por eso la clave es estar preparado para actuar“.

Me parece interesante lo de la parálisis por análisis. Esa maniobra de la mente para dar por sentado algo tras haberlo reforzado con argumentos irrebatibles. Las personas menos valientes que conozco suelen apuntalarse en pensamientos obsesivos sobre los que dan vueltas como quien mastica una bola irreductible. Yo misma reconozco haber liofilizado pensamientos tras dedicarles horas, y haberlos almacenado en ese museo peculiar y polvoriento que se llama “eso que damos ya por sentado y no cuestionamos más”.

Por ejemplo, que tu hijo no va a poder con la vida. Que su ambición ha tocado techo. Que su curiosidad no está abierta a la excitación.

Y no me siento particularmente orgullosa de mi hallazgo.

Tengo la suerte de contar con alguien que me ayuda a cuestionar mis más íntimos cimientos de hormigón. Sé que ponerle un nombre, una etiqueta, unas palabras a cada hallazgo es importante, como lo saben los arqueólogos. Una vez que lo llamas no puedes obviarlo. Te interpela, te mira a los ojos, te cuestiona. (Conocí a un alto ejecutivo que no quería saber los nombres de la pareja y los hijos de sus empleados porque así le resultaba más fácil despedirlos).

Pues bien.  Abandono, antes de desayunar,  ese pensamiento etiquetado de que mi hija es inmadura, poco curiosa o irresponsable. Creo en ella porque ha navegado en la tormenta con demasiadas embestidas del mar, del viento y de su propia madre.Y creo que debo poner en entredicho, de paso, algunas otras convicciones no sea que esté igual de equivocada y necesite con urgencia un chute de autoayuda para chulitas que van sobradas hasta que la realidad les muestra otra cara. Y es un alivio y merece ser celebrado.

Ayer, lo confieso, me pasé toda la graduación con un nudo en la garganta y a ratos no pude contener las lágrimas. Sonaba “Gaudeamus Igitur“, ese himno que celebra la juventud y la vida. Y mi niña era esa mujer alta, con su melena poderosa y unos ojos azules muy abiertos que se ponía la banda de graduada como un chal abrigándole la fe y el corazón. Toda la vida por delante.