Cada día, camino del trabajo, hay un senegalés que me saluda sonriente justo en la puerta del bar donde compro el café que subo al despacho como parte imprescindible de ese ritual de encender el ordenador, consultar el correo y poner en marcha la jornada antes de que lleguen mis compañeros y se rompa el silencio acogedor de la oficina desierta.
La secuencia es como sigue, y apenas se altera: “Buenos días, guapa”. ¡Buenos días! Sonrisa de él, sonrisa mía. Diez pasos más adelante:
-Un Nespresso muy fuerte con leche hirviendo y azúcar moreno.
-Un euro con sesenta.
-Gracias.
-Que tengas un buen día.

Ya fuera hago equilibros con el líquido ardiente y rezo por no meter el tacón en alguna grieta de la acera y caerme de bruces y abrasarme.

Así hasta que ayer el senegalés dio un paso más, valiente y decidido. “Por favor, dame algo”. Y a mí se me cayó la cara de vergüenza. Llevaba meses sonriéndole y saludando y me parecía que eso era todo. Que el hombre se alegraba de que una viandante pizpireta le diera los buenos días como yo de su saludo. Había roto nuestra rutina y me desconcertó al tiempo que me sentía  miserable. Pensé que un buenos días no llena el estómago salvo que tengas una cuenta en el banco que te garantice el café, un euro con sesenta, y una larga sucesión de pequeños gastos, a veces no tan pequeños, a lo largo del lunes, del martes, del miércoles…

Mi amiga A. suele repetirme un mantra: “Los que tenéis nómina debéis seguir consumiendo o la economía entrará en un shock aún mayor”. Y yo le hago caso sin rechistar. Pero hay momentos en que la culpa se me hace bola. Y pago casi a hurtadillas una camiseta, un bolso o un cinturón que no necesito. Al fin y al cabo, hay que reactivar la economía. Y luego leo el periódico, las noticias de los desahucios, el paro de mis colegas, y pego sorbos al café, que ha ido enfriándose. Y noto cómo el estómago se encoge. Y pienso en el senegalés y en esa mierda de limosna que le he dado y él, con toda su dignidad, ha agradecido sin aspavientos. “No te jode”, pensará.

Y puede que, de vuelta a casa, aún compre -como ayer- unas agujas de ternera que le encantan a mi adolescente, y una caja de probióticos que me mandó una nutricionista pija a la que pago una pasta cuando en realidad estoy muy bien nutrida. Y es posible que me dirija al fisio que me arregla las contracturas o a la peluquería a pagar por seguir siendo rubia. Y así una larga de lista de acciones que podría eliminar de esa agenda de mujer despreocupada que compra y consume y gasta.

-Los que tenéis nómina debéis consumir o los que no la tenemos seremos pobres de solemnidad.

Y yo obedezco, repito. Pero no sé bien cómo gestionar la culpa. Y el café, lo noto, hay mañanas que se hace bola.