Mi querida Big-Bang:

Según los manuales de la materia, el resultado de una buena negociación se resume en la fórmula binómica “ganar-ganar”. O sea, que yo gano y tú ganas, pero los dos nos vamos a casa con la sensación chunga de no tenerlas todas consigo. Donde estén las victorias pírricas, que se quiten las medias tintas, digo yo. Y si no, que se lo digan a nuestro presidente del Gobierno, que ha corrido raudo a la expo de China con la copa del Mundial entre las manos, para marcar paquete y chulearse de algo que no tenga que ver con los mercados ni las crisis de Gobierno.

Las que gustamos de ganar hasta a las canicas solemos lamernos mal las heridas de la derrota. El hombre al que no conseguimos enamorar, el examen que no fue un diez en nuestra etapa marisabidilla, la muñeca chochona que se resistió a nuestro tiro con balines en la feria o la vergüenza. Eso que se pierde con muchos espectadores alrededor y sin garantías de vuelta.

No hay casas de empeño para las pérdidas. Al menos para algunas. Las más duras se me antojan las de amigos que fueron. Aquellos que te hacían confidencias a la luz del gin tonic y un buen día apagaron la luna, recogieron la botella y se desaparecieron, como dicen los latinos. La fórmula de desaparecerse es universal y no se estudia en las escuelas de negocios, pero debería. Todos tenemos un momento o dos en que apretaríamos un botón para evaporarnos entre la bruma, dejando el marrón de turno a la intemperie y las intenciones al descubierto.

Sostiene mi querida A. que irse con elegancia es la mejor forma de permanencia. Con un poco de suerte el respetable aplaude sin parar al cerrarse tu cortina, como si de una representación memorable de Aída se tratara, y tú corres al camerino temblando de emoción, excitada por tu éxito y sin ninguna intención de volver a comparecer sobre las tablas. Escapismo, supongo. Otra fórmula del máster de la vida que uno aprende a base de espantás y abucheos.

Luego está el manotazo sobre la mesa. La gloria bendita de ese día en que te cansas de la corrección política y eliges el exabrupto. Ganar no ganas otra cosa que una dosis de violencia corrosiva por dentro, pero el corto plazo es un bocado exquisito, un bálsamo para tu orgullo. La diplomacia se inventó para encajar mentiras como puños por agujeros como hormigueros, se me ocurre. Y a mí me agota invertir cien palabras en un laberinto cuando puedo atravesarlo a zancadas en airosa línea recta. Así me va. Pero, de cuando en cuando, saboreo el dulcísimo sabor de la victoria y siento que aún puedo ganarme la vida en una mesa de negociación con mucha testosterona y los whiskys a medio vaso. Como los hombres de traje y corbata perfumada que albergan mugre y ponzoña en su interior, pero nadie lo huele. ¿Nadie?