La Anunciación Fra Angelico

Me fascinan las palabras cónclave, concilio, deliberación, fumata… Cuando nací reinaba PabloVI y mi madre lloró su muerte, aunque por entonces ni siquiera iba a misa. Yo tenía diez años, pero me recuerdo pegada al televisor cuando la fumata blanca anunció a Juan Pablo I, ese Papa misterioso y con cara de bueno que murió en extrañas circunstancias. En mi imaginario de entonces, lo que ocurría en el Vaticano, intramuros de la capilla Sixtina, era una conspiración en toda regla. Y el espíritu santo pasaba por allí, pero no se quedaba a cenar.

El boato eclesiástico es un espectáculo con tintes de thriller. Pienso más en El nombre de la Rosa que en Las Sandalias del pescador, dos versiones del misterio que ocultan conventos e iglesias. Recuerdo El Tormento y el Éxtasis, esa película en la que el Papa Julio nosé-cuánto se pasaba el tiempo metiéndole prisa al pobre Miguel Ángel, subido todo el rato a un andamio.  La niña curiosa que yo era imaginaba  que lo castigaba a buscar a Dios en las alturas, porque a ras de suelo no había manera de encontrarlo.

No sé si los cardenales que se encierran desde hoy tendrán escaleras para llegar al cielo, a lo Led Zeppelin. Me mata la curiosidad por saber de qué hablan cuando se cierran las puertas con esa ensayada solemnidad. Me pregunto si lo hacen para que el pájaro del espíritu santo no pueda escapar por alguna rendija, angustiado por los pecados del mundo allí representados. Quisiera saber si rezan, exponen sus candidaturas con impecable retórica, se miran de reojo si no son parte de la terna favorita, hacen chistes sobre el venezolano, ensayan psiquismo con Ratzinger o se miran la punta de los pies como maniobra de extremada concentración.

Y luego escogen una papeleta, se enconmiendan a dios y a los santos y la dejan caer en la urna, donde una voz de ultratumba pronuncia: “Vota”.

El tormento y el éxtasis

Y así una, dos, tres, cuatro veces. Hasta que el resultado es concluyente y se abren las puertas del cielo, y una rayo se proyecta sobre la cabeza del elegido, como en La Anunciación de Fra Angelico, y alguien enciende la chimenea.

Habemus Papam.

Y el elegido se echa las manos a la cabeza, porque le espera una misión imposible que ya la querría Tom Cruise para sí, en versión Cienciología. Y ese hombre de más de sesenta años necesitará la fuerza de un titán para convencer al mundo de que la Iglesia católica no es un nido de avaricia y de pederastia, sino una comunidad de todo un poco donde los buenos se han dormido en los laureles mientras los malos hacían de las suyas.

Imagino en mi delirio que ese Papa nuevo expulsa y castiga a los que se han aprovechado de los débiles, y vende una parte de las riquezas vaticanas para aliviar el dolor de esos pobres por los que clama en las homilías. Y se arrodilla y se ofrece para mediar en los conflictos. Y deja de condenar a los divorciados, a los que utilizan anticonceptivos, a los que no hacen daño a nadie. Y deja de considerar a las monjas ciudadanas de segunda. Y vuelve al Evangelio, a las primeras palabras. Y perdona. Y ama.

Pero es demagogia fruto de la excitación por el cónclave, claro. Una nunca se ha resistido a la magia de una chimenea. A la lumbre y al fuego. Al misterio y a los relatos de intrigas vaticanas.