Cuando me pongo retórica y estupenda, me llega un mail del presidente de la comunidad de vecinos de la que soy vice,  cuyo asunto reza: “Presupuesto de pocería“, y un lacónico: “¿Podrías echar un vistazo y decirme qué te parece?”

Nada como un batacazo de cotidianidad ligada a las letrinas para volver a capón a real life. La corriente subterránea pútrida sobre la que danzamos los domingos y fiestas de guardar. Yo de pocería vengo a saber tanto como de bujías o de motores de explosión, pero si hay que sumergirse en la prosa escatológica y en el exabrupto, no seré yo quien lo evite.

Y nada más prosaico y escatológico que una reunión de padres y madres de adolescentes en un hotel de Madrid. A las cuatro de la tarde, esa hora maldita que invita al sofá y a la siesta, nos citaron ayer los de la organización con la que mi hija viajará en breve para aprender la lengua de Shakespeare y perderse por las calles de Oxford una y otra vez (no exagero, el año pasado fue rescatada no menos de una docena de veces gracias a un minichip. Ha salido a su madre).

Sin siesta y sin responder al mail de la pocería nos plantamos en el lugar convenido los cuatro miembros de la ex unidad familiar, unidos siempre que el deber nos llama. En una de esas salas asépticas de hotel sin personalidad pero con ínfulas de mármol y sobreabundancia de skay se arremolinaban señores y señoras de mediana edad y adolescentes con adorables risas torpes a juego con manos que tantean los bolsillos de un pantalón demasiado caído.

Minichuki, pegada a su padre, sacó su “Anintendo” dispuesta a ignorar un plan en el que ella no era protagonista, y se sumió en una partida de pingüinos mientras mi ado y yo comentábamos en voz baja las palabras del jefe de la tribu filobritánica que organiza esos cursos de idiomas a precio de viaje a Dubai en hotel de siete estrellas.

Y entonces, surgió la madre notas. El equivalente al empleado del mes del Burguer King que salía en las fotos con cara de pringado cuando el Burguer era el Ritz de mi adolescencia. La señora tenía cara de pocos amigos, zapatos de monja y tonillo de regañar:

-Me gustaría que los monitores no hicieran eso de agrupar a los españoles todo el rato, que ya sabemos que siempre sucede (llevo once años mandando a mi hija fuera), y que los hablaran en inglés, incluso para darles órdenes cuando se porten mal.

Mi hija mayor me daba codazos: “¿Esta señora de qué va?”. Mi ex marido ponía cara de “no me he perdido el partido de tenis para escuchar a una tarada“. Y yo miraba a la señora con cara de agradecerle el numerito entre tanto tedio y evadirme así de lo mío: el presupuesto de pocería.

-Verá, señora, entiendo perfectamente lo que quiere decir, contestó el filobritánico en tono conciliador pero falso. Pero es que los chicos no atienden a las órdenes de un español en otro idioma, debe ser psicológico. Y en cuando a los grupos, puede suceder que el finlandés no quiera juntarse con los españoles…

(El finlandés, por todos es sabido, se caracteriza por suicidarse en masa y ser arisco con todo lo que huela a tortilla de patatas). Mi adolescente me dio otro codazo. “Pero este qué dice, mami, si allí no hay nórdicos, que esos ya hablan inglés de sobra”.

La tensión se masticaba en el salón de skay y cortinas grises de oficina de banco. Pero la madre boba no se iba a conformar con sus cinco minutos de gloria y volvió al ataque. Que si ya sabemos que Inglaterra en el mes de julio es la Puerta del Sol. Y que claro, no hemos pagado tres mil eurazos para que nuestros hijos terminen comiendo bocatas de calamares y cantando el “Asturias patria querida” en algún rincón de Leeds o de StradfordonAvon.

-Entiendo muy bien lo que quiere decir, señora, repetía el filobritánico haciendo grandes esfuerzos por seguir siendo polite y no escupir a la stupid woman. Pero, verá usted…

Y entonces Minichuki levantó al vista de su Anintendo y murmuró:

-¡Pero esta señora por qué no se calla si ya ha apuntado a su hijo y ha pagado! ¡Qué pesada!.

Tuve que explicarle lo que es el porculerismo (anoto preguntar a D. cómo se dice en inglés). Esa actitud de protesta por defecto que lleva a los adultos a dar por saco a la hora de la siesta como adolescentes. Y a los adolescentes a convertirse, qué remedio, en adalides del sentido común, en un intercambio de papeles altamente recomendable que me hizo pensar largo rato y sorprenderme al leerle en voz alta a mi hija el mail del presupuesto de pocería.

-¿Qué opinas tú, my darling, esto es caro o barato?
-Depends on, mummy, depends on…