Playa de Lord Byron

“Los acontecimientos que influyen decisivamente en nuestros destinos a menudo se deben a hechos leves o triviales. La filosofía natural es el genio que ha ordenado mi destino” (Frankenstein, o el moderno Prometeo)

Cuaderno de bitácora: Tercera noche de insomnio, equipaje por rematar y una lista que no he repasado por las mismas razones que no miraba las chuletas en los exámenes después de tomarme la molestia de hacerlas: chu-le-rí-a. Oficialmente estoy de vacaciones, pero la correa de transmisión de certezas que va de la cabeza al cuerpo aún no se ha puesto en funcionamiento, y ese cortocircuito me impide dormir sin sobresaltos.

El tiempo se toma sus pequeñas venganzas. Pasa demasiado rápido en una terraza mirando a un grupo de señoras rubias que cenan enormes hamburguesas mientras asoman sentimientos contenidos por las hojas de la ensalada y demasiado lento la noche antes de poner rumbo a la montaña. A mi ánimo urbanita le sienta bien el fresco y la manta en agosto. Ya no concibo un camino a la playa donde se te pega el bañador al hígado y chorreas crema de coco factor 50. Decididamente, soy una mujer madura y eso me inquieta porque lo siguiente podría ser quedar con otras para andar con ese adefesio que llamamos “ropa cómoda”, y de ahí a pimplarnos de ginebra por las tardes con una baraja de cartas hay un paso.

Ayer metí en la maleta “Frankenstein”, de Mary Shelley. Una edición bellísima de Espasa Clásicos que me envía mi querida  B., editora, porque sabe que adoro los monstruos románticos, el terror gótico-filosófico que hay que cocinarse en la cabeza justo antes del estremecimiento. El libro es excepcional porque incluye las dos versiones: la original de la joven Mary Wollstonecraft -fruto de aquel verano de 1816 en la que un grupo de jóvenes intelectuales ingleses pasó las tardes de tormenta escribiendo relatos de terror- y la que devino tras pasar por las manos y la mirada crítica de Percy B.Shelley. Por supuesto que no es apto para leer bajo la sombrilla, pero sí en el miniporche de esa casa que nos acoge cada verano, que llamamos nuestra aunque sea de alquiler y donde consideramos familia a quienes nos la alquilan.

“Remando al viento”, de G.Suárez

A partir de los cuarenta conviene mimar los rituales que te hacen feliz. Como ese camino por acantilado hasta un mirador con vistas al mar donde leer el periódico y tomar café, después de darse un baño-shock en la diminuta playa de Lord Byron (no la busquen, ese no su verdadero nombre pero así la bauticé hace años por dramática y altamente sugestiva).  O como la noche de los deseos, esa en la que los amigos quemamos papeles con lo que queremos expulsar y atraer a nuestras vidas, mientras giramos en corro alrededor del gran árbol: desazón, certezas, dudas, pasión, insomnio, amor verdadero... (Lo último es una concesión a “La princesa prometida”, esa película romántica que sigo adorando aunque la haya visto mil veces, y que no veré en Asturias porque allí la tele se enciende lo justo para pillar el sueño siestero y me he propuesto prescindir del Telediario una vez vistos sus catastróficos titulares).

Contra la hecatombe, hedonismo. Contra la falta de sueño, melatonina. Contra los monstruos, alta literatura. Y quemarse a la carrera mientras pones en marcha el plan de fuga que has dejado aparcado hasta septiembre. Y esa retahíla de planes, y los taconazos a la mazmorra, y el maquillaje en el banquillo de los acusados…

Y esos ratos que pasaré con Mary y su monstruo. Los tres solos.

“Monstruo abominable, grité furiosamente, eres solo un demonio y las torturas del Infierno son muy poco para ti, maldito demonio!. Y me reprochas tu creación; ven, para que pueda apagar la llama que encendí tan imprudente”.

Ahora sí, ya empiezo a sentir que estoy de vacaciones.