Querida Big-Bang:

Miedo me doy los domingos por la tarde. Me entra un hormiguillo pertinaz en los pies y no se me ocurren más que malas ideas. Sí, he agotado ya lo obvio: repaso de pedicura y manicura en mi tono de esmalte rojo sangre de pichón, asalto a la nevera y consumo de carbonohidratos a saco, inicio del montaje del coleccionable “Construya la maqueta del Titanic” en 4.000 cómodas piezas y composición de la postura de la cobra según instrucciones de mi otro coleccionable: “Yoga para mentes inquietas”. Dos hit parades del otoño.

Y aquí estoy, cual si me hubiera tragado un saco de pulgas, desazonada hasta el páncreas, rememorando los momentos más trepidantes de mi fin de semana.

Anoche fui a un espectáculo de mentalismo. El mago más bien parecía sacado de un concierto de los Scorpions: Pantalón pitillo negro ceñido, camiseta marcando venas, cucharas y tenedores enroscados como pulseras a la altura del codo, melena lacia hasta el culo y pañuelo pirata. Vamos, que David Copperfield le hubiera expulsado del gremio. Porque él puede que sea un violador, sí, pero un violador elegante con esmoquin de Armani y todas sus piezas dentales.

No como mi heavy metal, que tenía los incisivos tan negros que me pasé el rato tratando de comprobar si era hueco o roña, hipnotizada. Pero cuando más concentrada estaba va él y me dice algo. Sí, quería que sumara tres números secretos en un papel y retuviera la cifra en mi mente. Yo, que me aboné al suspenso en matemáticas en la guardería, y que lo único que retengo son líquidos. Me quedé bloqueada. Cegada literalmente por un foco de luz. El público, mi público, me miraba con muchas expectativas. Y por aprovechar el momento de protagonismo absoluto dije a todo que sí y sumé como pude, a la remanguillé. Por indicación del Scorpions todos me aplaudieron.

Llegó la hora de la verdad. El mentalista se concentró para leer mi número secreto por psiquismo, sonó un redoble de tambores, él escribió algo en una pizarrita y, pomposamente, dijo:

-¿Puedes mostrar el número que has apuntado en el papel?

Lo hice, y él levantó su pizarra hacia el público. Mi cifra era 666, el símbolo del diablo. La suya, 906090, las medidas de Naomi Campbell. Tras un instante eterno el público empezó a abuchear al pitoniso y a tirarle todo tipo de objetos contundentes. Yo sólo quería desaparecer, y soñaba con que Copperfield se manifestara y me arrancara volando, con o sin violación.

¿Habré arruinado la carrera de un hombre? me pregunto hoy en mi tedio dominical. Pero la respuesta es que no. Si te presentas vestido de tipejillo ante tu público, lo mínimo que debes hacer es resucitar a Michael Jackson, boicotear la tertulia de Curry Valenzuela o desvelar el paradero oculto de los antivirales. Que de aficionados con greñas lacias está el mundo lleno.