Mi  querida Big-Bang:

¿Eres más de principios o de finales? A mí rematar se me da de miedo, aunque reconozco que a veces cierro la alcantarilla demasiado pronto, con lo que los cadáveres regresan tiempo después. Al fenómeno lo denomino zombiasis, y espero que los señores de la Academia de la Lengua lo tengan en consideración, ahora que me han robado el acento a algún adverbio que amo. La zombiasis, digo,  viene a ser irse por la puerta lateral. Como el clásico asesino chapuzas que no comprueba si el muerto ha dejado de respirar. Y el muerto regresa meses después a vengarse, perpetrando un final tan contundente como previsible.

Hace un tiempo solía ir por las librerías, coger libro de autor desconocido y leer las primeras y últimas líneas. Si me convencían, me lo compraba. Aún lo hago con las críticas de cine, con la particularidad de que empiezo leyendo el párrafo final; ese en el que te dicen que es soberbia o bazofia de la buena. Si no atisbo fallos semánticos ni sintácticos, o el remate no se expresa con contundencia, paso al párrafo anterior. Y así, en mi osadía, he llegado a probar con las recetas de cocina, para aligerar el proceso.

¿Que a qué viene esto?, te preguntarás. A que anoche vi el último capítulo de mi última serie favorita, Boston Legal. La ocasión merecía una puesta en escena bien cuidada. Copa de vino, plato de jamón ibérico con muchas jotas y postre cremoso y ligero como mi cerebro. J., a mi lado, palpitaba de emoción:”chitina, creo que vamos a llorar. Me he metido en foros y el episodio le rompió el corazón a los norteamericanos, mucho más que el hijo Down de Sarah Palin, según las encuestas de opinión”.

Con tamañas expectativas dimos al on, excitados con la melodía de la cortinilla de arranque. Y arrancó, vaya que si arrancó, la madre de todos los bodrios. Mi Allan Shore, ese hombre que me había enamorado durante cinco temporadas con su verbo florido y su mirada sagaz, se hizo un discurso topicazo a lo George Bush. Mi Shirley Smith -Candice Bergen en su asombrosa madurez- perdió todo su relieve para ser una rubia más. Y sí, nos reímos a ratos con esas sentencias ingeniosas que los guionistas de la serie nos llevan regalando semanas, pero aquello olía a muerto mal enterrado. Y cuando terminó, sobrevino el vacío.

Lo malo de un final defectuoso es que te deja un sabor metálico en la boca difícil que eliminar. Ni siquiera con la Bombay-tonic. Un mal arranque da pie al in crescendo. Hay sinfonías que nunca me hacen palpitar hasta el tercer movimiento. Hay hombres (y mujeres) que no superaron la primera impresión pero con el tiempo han ido sumando enteros. Pero un remate defectuoso no hay quien lo redima. ¿Fueron esos guionistas víctimas de una presión salvaje, el síndrome del último capítulo?

Mándame urgente una pastillaca contra la decepción. Yo tenía un héroe y ha sido descabezado en sólo cuarenta minutos. ¿A quién voy a admirar ahora que cuando enciendo la tele sólo veo líderes mediocres en campaña? ¿A la jequesa de Qatar, esa diosa con curvas que perdió su zapato y vio cómo nuestro rey y su señor esposo se echaban al suelo rivalizando por recoger el botín y devolverlo a su real sitio, como en una versión árabe de La Cenicienta?

Necesito un final como es debido. O pasearé como un zombie por las calles buscando víctimas para rematar lo que otros han dejado a medias. Vive dios que lo haré.