Manicura, masaje y final feliz. Ayer los Mossos hicieron una redada en Barcelona contra algunos de esos centros chinos donde las mujeres sin tiempo entramos a destiempo a que nos hagan las manos y los pies rápido, rápido. Lo  del final feliz no lo he probado nunca, debe ser que he entrado al lugar equivocado.

Un final feliz que no sea un orgasmo es eso que sucede cuando la película te ha ido llevando del placer a la angustia. De la intriga a la desazón. Del escepticismo a la decepción. De la inquietud al asombro. Un final feliz es un premiazo que a veces no encaja con la trama, con el desarrollo de la cinta, pero se da por bueno porque a nadie le amarga un dulce. Luego los quisquillosos solemos decir:”Menudo bodrio de película, ¿cómo no me levanté antes de la butaca?”.

Por las expectativas. Esa es la cuestión. Una expectativa es un billete a la montaña rusa más alta del planeta. La promesa del paisaje más vibrante. De la carcajada salvaje. De la plena intensidad. Con suerte, te reirás en algún looping, sí. Pero fijo que la naúsea te espera en el siguiente. Y esa curva, la tercera, no puede ser tan vertiginosa, ya verás. O igual sí. Y te sacude, y la fuerza centrífuga te expulsa como un muñeco de trapo. Y cuando al fin la máquina se detiene piensas que por qué subiste sin una bolsa de plástico para vomitar a discrección.

(No esperar nada es mucho más saludable, mucho más maduro y conveniente. Te evita la decepción, te evita la emoción. Te ahorra el dinero del ticket. Creo que por ahí va el zen, esa película que no frecuento)

Anoche aprendí gracias a Pániker “Diario de Otoño” (sí, ya he empezado el libro) un concepto mucho más interesante que el de expectativa: el margen. “El margen es lo que uno consigue salvar del alud de enajenaciones que nos condiciona (…) es combinación sui generis de contradicciones (…) Un margen para el que cada cual pueda escoger el menú de su propia identidad” (…) A partir de ahí, construye uno.

Abrazo mi margen como un salvavidas. Con el alborozo de haber encontrado una pista que me permite ser una y trina. Tener licencia para ser y escapar del ser. Desmoldarme, diríamos. Escribir una historia paralela que no termina igual que la que habíamos imaginado. Distanciarse. Añadir una nota apresurada y pegarla con un imán en la nevera: “Volveré cuando encuentre un margen menos estrecho”. Marginarse. Dejarse caer en un platillo esterilizado y esperar que el oxígeno haga su trabajo. Hacerse el muerto. Conciliar las contradicciones sin considerar que es una traición. Escoger el menú. Construir. Deconstruir.

Darse margen y dar margen a los demás. Ese es el happy end que no nos cuentan. Y que no encontraremos en un chino cuando entremos con las manos rotas y las uñas en cáscara a que nos reparen en diez minutos los estragos de tantos horas, de tantos días.