Fez

Ayer Stefan (Zweig, desde luego) me decía al oído: “Mientras Europa y en especial sus grandes capitales sufren una transformación igualitaria, por la que se van asemejando entre sí, Rusia tiene una vida aparte y sin igual”.

Esta impresión del austriaco, que recoge a su regreso del periplo por Rusia en 1928, es tan contemporánea que sobrecoge. Hoy es difícil viajar a lugares con vida aparte y sin igual; la manida globalización ha mordido los relieves del mundo como Zara nos ha puesto de uniforme. Ya casi todo se parece, con sus variaciones combinatorias. Lo pensaba ayer leyendo “Viaje a Rusia” (editorial Sequitur) (prodigiosa atribución de Zweig de cualidades humanas a las aceras de Moscú), mientras el rubio que me iguala a todas las rubias que son y han sido subía bajo el papel plata de mi cabeza, y mi María parloteaba con su acento multimarca, entre francés y marroquí, como una abeja zumbona y bailarina:

-¿Estuviste en Fes? ¿de verdad? ¡¡Una parte de mi familia es de allí!!

Ayer, solo ayer y en mi peluquería de barrio, terminé mi viaje a Fez. Cuatro días después de mi (accidentado) regreso. Era mi segunda vez, y en esta ocasión mi grupo acompañante no se había fascinado por la ciudad, como me ocurrió con el que fui seis años atrás. Uno cambia más que un lugar, quizás hay que mirarse dentro para comprender por qué. Y entender que cierta incomodidad es más transformadora que el confort de todos esos viajes donde uno sigue siendo el mismo porque aterriza en un lugar de estándares similares donde la gente se pone púa en el buffet libre y luego pide un taxi para ir al museo de turno.

Fez es turbamulta, olor a carne recién cortada y a curtiduría con mierda de paloma. Con perdón. También a delicioso cuscús y a verduras en tajine; a aceites aromáticos y a lana de manta bereber expuesta al sol. Si fuera una mujer diría que le huele el sobaco y no molesta y que sus digestiones son pesadas, pero ríe y aprieta el paso y se despelota sin usura en la intimidad de un hamman que inhalas rancio y resuena en tu nariz a jabón lagarto con fondo de menta recién cortada.

No hay tibieza en las postales de este viaje. Justo en los baños veo un habitáculo pequeño y cuatro mujeres maduras completamente desnudas, algo desconcertadas, sin nada que ocultarnos. Una amistad que arrancó cuando nuestros cuerpos eran ajenos a la gravedad y descaradamente libres de meandros y accidentes orográficos. Ahora somos mujeres completas y llevamos una historia en cada pliegue de esa piel que una marroquí tremenda de hechuras y también en pelotas amenaza con arrancarnos con su manopla de crin. Y a todas nos da la risa. “Es los más antihigiénico que he hecho en mucho tiempo”, sentencia C, mirando el banco de piedra bajo nuestros traseros, nuestros pies en esas chanclas usadas. Y lo más íntimo, tal vez.

Antes, bordeando la muralla por su costura exterior, nos sorprendió la entrada al cementerio. Quise entrar y hacer fotos para J. y ellas me secundaron. Nada más entrar, un hombre se masturbaba en nuestra cara, complacido de encontrar al fin espectadoras para su exhibición. Se lo conté a mi experto en cementerios y me regaló una pregunta, su gran inquietud tras mi relato: “¿Pero llevaba pantalón o chilaba?”. La frase ya es trending topic entre nosotros.

Nos timaron en Fez, vaya sin nos timaron. O eso pensaba hasta que mi María, tan marroquí y tan crítica con los suyos, me lo hizo ver de otro modo: “Ellos tienen que comer, ¿qué más te da haber pagados diez o veinte euros extras en total?”. Ciertamente, María. Lo mismo que te gastas en un menú de oficina convierte tu visión de un pueblo y le adjudica la etiqueta de timador o trilero. Qué desproporcionado.

Fez fue ese laberinto de calles sin atajo para el de fuera y sin clon posible, un galimatías de pulso acelerado. Una cabeza cortada de carne de camello para indicar que en ese puesto venden carne de camello (lógica pura), los brillos del mosaico de la universidad más vieja del planeta; Esa harira aromática y caliente, deliciosa, tras un día de pasos mareados.

Una puesta de sol bañada de un gin tonic aguachirri en una terraza de hotel con vistas a esa medina que es un ovillos de intestinos mirada desde arriba. Una sinagoga en el barrio judío donde una mujer poco cumplida de dientes nos mostró el camino a la azotea y pudimos atisbar su casa y los juguetes de sus hijos. Un  desaliento incómodo algunas veces. Un regateo cansino y necesario para ahorrar algunos céntimos. Un guía arrogante deseoso de callarle la boca a esas occidentales acomodadas y sin maridos vigilando, labios rojos y miradas que no buscan el suelo, sino el largo horizonte.

Un lugar que te retuerce y te pica. Un café delicioso en una terraza infecta si estuviera en París. Un burro y muchos carros, estampa medieval sin pagar el pasaje de máquina del tiempo. Pureza sin afeites,  pantone deslumbrante y escayolas pintadas que se caen de respirar con mocos, se me ocurre.

Sinagoga habitada

Puede que en seis o siete años vuelva a Fez, Stefan Zweig nunca volvió a esa Rusia. Y sin embargo escribió sabio entonces como leo ahora mientras mi María trajina mi cabeza: “Esta ciudad, en la que no reina la más pequeña armonía, es como una sinfonía llena de disonancias, compuesta a base de una tremenda mezcolanza de ritmos y tonalidades. Y uno casi no se atreve a reconocer que esta ciudad le encanta; pero la verdad es que Moscú es extraña, pero más que hermosa: inolvidable”.

Lo mismo que Fez, querido J. Y no sé si era pantalón o era chilaba…Tendremos que volver al laberinto de tumbas encaladas y descifrar el enigma…