Uno lee a Juan Benet y le asaltan  tentaciones de abandonar cualquier impulso de escritura. Es como contemplar a Gisele y darte cuenta de que ni en el país de los pigmeos podrás ser una top model. Tonterías, las justas.

Podría dividirse la población entre aquellos a los que su madre o su padre les han dicho lo listos y lo guapos que eran y el resto. Uno es quien cree que es, en cierto modo. Pasarse de la raya te lleva a desfilar por una pasarela aunque midas menos de 1,70 y estés contrahecho. Y el público te mira con estupor, sí, pero tú ni lo ves porque has entrado en el éxtasis del planeta ego y el horizonte se extiende ante tus ojos como un mar fecundo de posibilidades que son solo tuyas y llevan tu nombre.

Dicho esto, confieso que en mi familia nunca se estiló mucho lo del aplauso, y mucho menos lo de presumir de nada, hubiera o no motivos. Esto nos ha convertido a algunos en cicateros profesionales que tratan de compensar a las nuevas generaciones con el reconocimiento, que no el halago. Y que se torturan por espantar los demonios de la exigencia personal, sin demasiado éxito.

Luego llega la noche y leen a Benet.

A poco de terminar la carrera Julian Parra mató a su novia“.

Gisele Bundchen

Y avanzan las palabras, las líneas y los párrafos y piensas que el talento está reservado sólo a unos pocos. Y te lo imaginas -el talento, digo- sordo, silencioso y reconcentrado. La esencia misma de un destello/pensamiento de titanio, una intuición celestial,  hecho obra. Una fuerza descomunal que se desencadena y provoca un temblor como una droga potente que engancha y, tras fulminarte con sus efectos,  te deja a merced de la mediocridad propia y ajena.

Anoche, Benet se estaba tirando a una mujer desnuda con un velo en la cabeza y el sexo apuntando como una flecha al abismo oscuro y húmedo del placer. “Desembaracé mi mano izquierda de su pecho, tomé por su borde el velo y antes de ejercer un brusco tirón, observé que no ofrecía ninguna resistencia; que el pañuelo, los nudos, la cabellera, que todo en suma, seguían obedientes al más sutil movimiento de mis dedos; que estaba tirando del paño que envuelve y protege al vacío“. Amor Vacui. Variaciones sobre un tema romántico. Ed Lumen.

El año en que nací Benet publicó “Volverás a Región”. Recuerdo haberlo leído de universitaria y no recuerdo que me transformara, pero a los veinte hay demasiados despistes que te impiden detectar el grano de oro entre la montaña de arena. Hoy creo que haría cola en la Feria del Libro para conseguir una mirada suya, tal vez dos líneas junto a esa cita de Zorrilla que saluda el primer relato de este libro:

“Enterramos a Cagigas el 25 de noviembre del 58…Cagigas usaba el pelo largo; al cerrar la caja quedó fuera una guedeja de su cabello castaño claro, que me fue llamando la atención, porque el aire la mecía, durante el trayecto de la casa al cementerio. Allí no me pude contener y corté todo aquel flotante rizo“. José Zorrilla. Recuerdos del tiempo viejo.

Benet, cuentan sus editores, consideraba como buen Ingeniero de Caminos que sus textos eran “masa que podría formar libros“. Amor Vacui no era un cuento resuelto, sino algunas variaciones de una historia que excitaba su imaginación pero no encontraba el cauce perfecto en las palabras. Ignoro si a Juan Benet su madre le dijo lo guapo y lo listo que era. Debo investigarlo para profundizar en mi teoría del talento.

Masa que podría formar libros. Qué grande. Podría ser una  proclama estandarte a  la entrada de la Feria del Libro, que arranca hoy en el Retiro y que es la tentación de la primavera. Esa mujer, la buena literatura, a la que uno quisiera arrancar el velo, los ojos, la cabellera. El aliento mismo, si pudiera.