Cada semana me escapo en bicicleta a comer al parque de El Retiro, a apenas diez minutos pedaleando desde el trabajo. La sola visión de la cancela majestuosa de su entrada por la Puerta de Alcalá me produce una euforia infantil. Llevo la mochila a la espalda, con un picnic a menudo improvisado, y me divierte el reto de buscar una sombra que me cobije lo más lejos posible del cualquier presencia humana. El Retiro a veces es Hyde Park según la mirada aguda y compasiva de Stefan Zweig:

“Porque las calles londinenses están reservadas para los negocios, no hay aquí espacio para la puesta en escena de los flàneurs, para su ociosidad extravagante, su sosiego presuntuoso. De ahí que quien busca el placer y el disfrute, ya sea como espectador o como protagonista, se refugie en este parque que extiende sus brazos verdes para acoger a todos”. (De Viaje. Bélgica e Inglaterra. Ed Sequitur).

Como buena flaneur, cada mediodía en el Retiro me asalta una fuerza poderosa de no volver a ningún apremio, locura imprescindible. Quedarme enraizada bajo un castaño y ver pasar las horas muertas, los saltitos del mirlo o a esas ardillas fugitivas que en España -no en Londres- son casi un exotismo.

Una fuga de pensamiento es más potente que la de Alcatraz, si se sabe administrar y mantener en secreto. De lo contrario mis hijas habrían mandado a la policía a rescatarme más de una vez y más de dos. 

A veces me tumbo en la hierba y miro las ramas y soy otra más libre y no me pesan las rodillas. El Retiro amortigua para mí las voces impertinentes de algunos grupos que han llegado allí a correr en la bochornera -cuántos infartos silenciosos, me pregunto- a darse el lote sobre una manta o a escuchar el transistor (juro que lo sufrí, hará apenas unos días). Esa desconexión que tanto anhela el urbanita está en pleno centro, pero muchos prefieren desearlo como argucia social para fingirse humano en las conversaciones, y dedicar sus mediodías a cabalgar a lomos de esa rueda de hámster que son los ritos de oficina.

A veces, solo a ratos, me siento tan misántropa que doy miedo. Me pican los brazos de la desafección, me espanta la cobardía y tanta banalidad sin rastro de decoro, inteligencia o bondad. Y entonces corro al Retiro, o a la Mapfre o a cualquier cobijo donde alguien puso algo que me produce placer, admiración o ese sosiego presuntuoso que apunta Stefan Zweig. Y entiendo más que nunca, ojos semicerrados, que somos mortales y altamente prescindibles. No como ese castaño, que me sobrevivirá y que calma el castigo imperioso del sol del mediodía.

Hyde Park

Y miro el reloj, y calculo que me quedan apenas quince minutos. Y los saboreo como un helado o un algodón dulce que termina, y pienso que en cualquier momento mi madre se asomará por la ventana y me llamará para que suba, que ya es hora de recogerse. Y me cuesta recoger los restos de ese picnic tan Hyde Park, y subirme a la bici, millonaria de planes fugitivos.

Y de tanto escapar he dejado una sábana anundada a mi ventana. Y apenas me concentro ya estoy descolgándome al vacío. Y tengo siete años, puede que ocho.