“No creo en el sexo esporádico -dijo Adrienne y se subió los calcetines- Creo en el matrimonio esporádico”.

Me he propuesto arrancar cada día con una frase extraída de “Pájaros de América”, mi libro favorito de ralatos de Lorrie Moore. Casi nunca releo, pero con este he hecho una excepción en unas circunstancias excepcionales. Hospital, sala de espera luminosa y cinco horas por delante de pruebas de alergia a los medicamentos, aislada del mundo y sin poder moverme, bajo la vigilancia de una doctora de porte aristocrático, impecable melena blanca, piel curtida y unos preciosos pendientes de hojas que bien podrían ser brillantes.

-Pasa. Extiende el brazo para que te tomen la tensión.

La enfermera se concentra en el latido de mi corazón, supongo, pero no canta en voz alta el resultado. Se miran entre ellas y la aristócrata (con su nombre pintado a boli en la bata, detalle inquietante) me extiende una cajita compartimentada con una píldora y un vaso de agua con mi nombre. “Es un test ciego para ti No debes saber el medicamento que tomas. Nos vemos en un rato”. Me señala la puerta.

Vuelvo a Lorrie Moore. A la historia de una mujer que visita a sus amigos y coge en brazos al bebé de éstos. Se tropieza, caen al suelo y mata al niño. Me estremezco. Y prosigue un relato tan crudo que siento la pastilla en la boda del estómago, clavada, y trago saliva y avanzo y me paro en otra de sus frases destelleantes: “Me voy a casar contigo hasta que vomites”.

Pocas escritoras salen airosas de un retrato de la vida contemporánea carente de tópicos, sensiblería o planteamientos convencionales. Siento una punzada de admiración y envidia por la aparente facilidad con que Lorrie hace lo difícil. Fijarse en el detalle mínimo que lo explica todo, obligar a sus personajes a detenerse en lugares poco confortables y someterlos al bisturí sin anestesia. Al dolor más tenebroso, al absurdo. A viajes que siempre terminan en cementerios, a un congreso de pretendidos intelectuales que degustan menús absurdos y comparten teorías que les importan una mierda, en el fondo, y que delatan su vacío y sus imposturas.

La enfermera se ha asomado y me llama de nuevo. Suelto el libro con cierto fastidio. La doctora aristocrática me regala una sonrisa aristocrática: formalmente correcta, pero sin alma, que trata de inspirarme confianza.  “Extiende el brazo”. Vuelve a tomarme la tensión. Calculo que no más de 8-5 porque noto el familiar mareo del bajón de glucosa. Falta glucosa en esta sala.

Me alarga la cajita con otra pastilla, de otra forma y color. Podría ser veneno, podría sentir el familiar hormigueo en la garganta que precede a la obstrucción de glotis. Podría pegarles un susto a estas dos señoras tan formales. Podría necesitar un chute urgente de adrenalina.

Pero Lorrie Moore me ha enseñado que las sensaciones más profundas se envuelven en relatos formalmente contenidos. Y que el reto es sentir sin aspavientos. Llevar al lector a un abismo donde solo hay una opción: tirarse.

Y vuelvo a sumergirme en sus páginas ajena a los estragos de la pastilla. Rendida de antemano. Hipotensa y feliz.