Mi querido J.E me envía por mail un reclamo que sabe que disparará mis jugos gástricos: La presentación en la librería La Central de “FABRICARSE EL PARAÍSO. Consejos para el escenario y sugerencias para la trama“. Su mensaje es corto, como acostumbra. Apenas un hola y, como despedida, “el eslogan muy sugerente, ¿no?”.

Colecciono paraísos como quien colecciona lepidópteros de la Amazonia. Hace unos años, en un trabajo anterior, solíamos comer algunos compañeros en una especie de merendero en el pueblo de Fuencarral. Estaba sombrío gracias a un techadillo de brezo, las mesas de metal y música pachanguera de fondo. Juro que si levantaba la vista veía el mar, aunque en realidad era la antigua carretera de Burgos. Una gloria de asfalto venida a menos que, saeteada por el sol, brillaba como el océano con sus virutas salvajes de acero.

Un paraíso es una imagen potente y placentera que aturde a tus sentidos. De ahí que me guste la pintura y esos cuadros donde a fuerza de mirar te metes al otro lado del espejo de Alicia y experimentas una sensación que no se dice con palabras pero te invade y te transforma.

(Consejos para el escenario y sugerencias para la trama).

Anoche el escenario era nuestro chill out doméstico. Dos colchonetas tiradas en el suelo, Minichuki instándome a contar una historia a medias:

-A ver, mamá, yo empiezo y luego tú sigues y luego yo empiezo y así…¿te enteras?
-O sea, tú quieres que hagamos un cadáver exquisito.
-No digas tonterías, yo quiero un cuento pensado con dos cabezas.

Para mi hija el paraíso era un soneto de piano a cuatro manos, con una trama bien urdida que empezó ella así: “Érase una vez un lugar donde los habitantes no eran puros“.

Me sorprendió que mi cómplice de cadáveres arrancara hablando de la pureza, pero no quise interrumpir su inspiración y seguí la historia situando a los impuros en un torreón, a donde iban llegando después de desvalijar a todo forastero que se dejaba caer por la comarca.

-Que no, mamá, que eso no puede seguir así, ese no es mi cuento. En el mío los seres impuros se juntan para destruir a los buenos, pero no los encierran en una torre ni nada de eso. Quiero un campo de batalla bien grande, como en las películas.

Entendí que raras veces los paraísos son compartibles. Mi hija tenía en un cabeza el suyo bien diseñado, y no iba a permitir que las mariposas mentales de su madre la apartaran con sus torpes aleteos de una trama que podía tenernos allí toda la noche, tumbadas con las piernas apoyadas en la pared, mientras un suave viento movía las cortinas como velas de barco con el cielo de fondo.

Después pensé en la frustración que nos embarga cuando mostramos a alguien un paraíso propio y no lo entiende ni lo comparte. Una vez alguien cercano alquiló la casa a la que yo vuelvo cada verano, pero en la quincena anterior a la mía. Yo llevaba años glosando su belleza, la sensaciones al encontrar el mismo árbol gigante en la pradera, la buganvilla saludando en el balcón, esas hortensias violetas y azules y la generosa y cálida alegría de mis vecinos de abajo. Así que el día que llegaron lo pasé inquieta, ansiosa por comprobar que mi impresión era la suya. Pero no:

-Ya hemos llegado, sí. Llueve a mares y esta pradera está llena de coches aparcados, ¿no?

Me arrepentí al instante de haber invitado a esa familia a compartir mi paraíso. Me sentí ultrajada. Como si después de pintar una pared fuera alguien con un rotulador y la llenara de tachones en tu cara. Tuve un acceso de rabia infantil, descontrolada. Me habían cambiado la trama de mi cuento sin pedirme permiso. Y nada podía hacer yo salvo cortar una conversación y juramentarme para no invitar jamás a nadie que no pudiera aproximarse de puntillas a mi edén con reverencia en lugar de pisar sus brotes tiernos con un tanque.

Desde entonces, ahora me doy cuenta, sólo muestro mis paraísos fabricados en contadas ocasiones, cuando aparece en mi vida alguien único que se queda prendido del detalle, como yo. Y es capaz de ver un mar de acero donde quema el asfalto, y me sigue la trama mientras cocinamos un cadáver exquisito que al leerlo del tirón es poesía de la buena, éxtasis surrealista en un escenario que sólo veo yo, y a veces tú.