Tomoko Yoneda. Fundación Mapfre (Madrid)
Tomoko Yoneda.Fundación Mapfre

Ayer pasé mi primer día festivo sin confinamiento perimetral de barrio con mis hijas. Fue un sábado extraordinario en el que saboreamos lo excepcional de lo cotidiano: madrugar, ir juntas a una expo -extraordinaria la de fotografía de la japonesa Tomoko Yoneda en la Fundación Mapfre, donde tuvimos ración doble cortesía de Yawlensky. Expresionismo y abstracción, colorido y evolución de las formas reconocibles a la esencia del rostro en pocos trazos: “A mi modo de ver, la cara no es solo la cara, sino el cosmos. En la cara se manifiesta todo el universo”.

Después, aperitivo en ese otro universo que es Chueca, hallazgo de una tienda única en la que venden los relojes medievales de Carlos Ardavín. Un artesano exquisito del tiempo al que tuve el privilegio de entrevistar hace muchos años y a quien entonces compré una de sus maravillas en hierro que lleva roto años por un accidente doméstico. Al parecer, me dijo la mujer que reina en el local, Carlos ya es nonagenario y está retirado pero su hija ha asegurado la continuidad del prodigio. Luego, en voz baja, como si se tratara de un secreto. “Yo reparo los relojes. Si quieres, lo vemos”. Me alegró que la serendipia me hubiera abierto una puerta inesperada a la resurrección de un objeto herido, una vez más.

Rebobino. Hay algo en las fotos de Tomoko Yoneda que tiene que ver con vivir el último instante de algo (y esta frase se la robo, de nuevo, a Wong Kar Wai). “Más allá de la memoria y de la incertidumbre” se titula una de las series de la fotógrafa.

Las ramas desnudas del cerezo, esos blancos rotos por la presencia del espíritu en desbandada. Esa piscina de arquitectura colosal que es una metáfora bellísima de la soledad. Esa playa ruidosa y eléctrica donde tiempo atrás se produjo el desembarco de Normandía… El ayer traído al presente en una moviola hipnótica que nos tuvo a las tres concentradas en ese templo de Madrid en el que solía pasar muchos mediodías solitarios cuando trabajaba a pocos semáforos y andaba a zancadas subida a tacones de vértigo en un último instante de algo cuyo final sentía pero sin ponerle aún rostro ni palabras.


¿Cuántos metros median entre la impresión y el monólogo? ¿Qué tiene que pasar para que seamos conscientes de lo inevitable sobre nuestras cabezas? Cuando andamos a zancadas, ¿de qué estamos huyendo? ¿Cómo vivir el último instante de algo pequeño y prodigioso si no somos testigos en streaming? ¿Qué tipo de brújula llevar para orientarnos en nuestro propio yo en tiempos tan convulsos e inciertos como este? ¿Y si escribo a Tomoko y le pregunto qué está fotografiando hoy? ¿Por qué pongo freno a mis intuiciones si tantas veces se hacen carne y me habitan?

Me parece que el último instante de algo es un trampolín directo a la nostalgia. Por eso nunca se manifiesta en el momento, sino a través de intuiciones diferidas. Todos los días nos despedimos de algo o de alguien sin saberlo, y un tiempo después, de pronto, se nos viene a la cabeza y es un chispazo, como onda de piedra sobre el río, que nos provoca un viaje de recuerdos y la sensación reconocible y melancólica de habitar en una de esas fotos de Tomoko Yoneda. Inolvidable el ayer, brumoso el recuerdo pasado por el tamiz traicionero del presente.

Botín de rebajas!

PD.El sábado, veréis, siguió con un largo paseo, la compra de unas botas bien estrafalarias de Pons Quintana y comida deliciosa y picante en la azotea del Mercado de San Antón. Siesta, lectura, paseo vespertino con mi hija. Dilema crucial: “¿Me compro el disfraz de abeja o de vaca, mamá?” (es profesora de infantil). Vuelta a casa, cena con pizza y sofá. Pura placidez. Recuperación de instantes que el virus había cercenado en parte y aquí están, brotes de primavera.

P.D. Atención, pregunta: ¿He celebrado alguna vez en mi vida San Valentín? No me consta, pero lo mismo sí y lo he olvidado. Cuando el amor se va, lo que tiene que entrar es el velo salvífico del perdón (y la autoindulgencia). O el eco agridulce de ese último instante, como rama desnuda de cerezo.