Mi querida Big Bang,

Hoy he vuelto a quemar las lentejas. Y no es por falta de vigilancia a pie de fogón. Es algo psíquico, un ejemplo de fatalismo inevitable. Igual que perderme cada vez que voy a Boadilla del Monte. Sospecho que alguien se está tratando de comunicar conmigo y utiliza las legumbres y el pueblo residencial sito en Madrid para darme alguna pista, pero no lo pillo.

Así que aquí me tienes, oliendo a chamusquina mientras preparo a toda prisa un plan B para que mis hijas no me miren raro y vuelvan a decirme con cara de desaliento: “Mamá, ¿otra vez las lentejas?”. Vale, sí, soy de las que tropiezan varias veces con la misma piedra, pero creo que siempre es mejor un traspiés con algo familiar que extraño, ¿no? Como cuando me choqué con mi ex cuñada en coche. Las dos prescindimos de los aspavientos, los insultos y los gestos de “te vas a cagar, bonita”. Sacamos los papeles del seguro, los rellenamos con sendos lápices de IKEA y nos fuimos a tomar unas cañas, tan ricamente. Luego, pelín borrachas, nos ligamos a los de la grúa y terminamos los cuatro en un bar cantando “Asturias, patria querida”.

Me gustan las historias con final feliz, las carreteras sin curvas, el gin tonic sin tonic y los hombres sin alopecia. Vamos, que soy de gustos fáciles. Una chica dispuesta a ser complacida y a complacer sin muchos condicionantes. Ahora mismo, sin ir más lejos, estoy haciéndome con un bote de fabada Litoral que sustituirá en la mesa a mis difuntas lentejas. He vaciado antes un spray ambientador con olor a lavanda para borrar las pruebas del delito calcinado y escucho a tope “I will survive”, de Gloria Gaynor. Si algún espíritu quiere comunicarse conmigo, que lo haga ahora o calle para siempre.