Tú y tus cuentos

Cada noche me cuento un cuento antes de dormir. Hay costumbres de la infancia que conviene no abandonar o estás muerto. A veces hablo sola e intercambio unos wasaps breves con D. -“érase una vez, en un lejano país…”-.  Otras tiro de libro ajeno. Alice Munro últimamente, Guillermo Busutil ayer, sin ir más lejos (una agradable sorpresa). Si invoco al sueño y se resiste hago moviola de los cuentos chinos que me han ido contando durante el día.

Hay personas tan hábiles que te narran milongas disfrazadas de verdad. No te las crees, pero pones cara de que sí y agradeces la molestia del artista.  Dar carrete. Larvar un tejido mendaz pero verosímil para seguir viviendo.

Y luego están las excusas.

Un mundo sin excusas no sería habitable. 

Ayer, según salí de un médico, perdí la historia clínica y las recetas de mi adolescente. En cuanto me di cuenta imaginé que sería amonestada (con razón) y tiré de autoexcusa: “Iba tan cargada y con tres o cuatro sobres que era fácil que se me perdiera uno. Cuestión de probabilidad”. Haciendo moviola, había salido disparada del trabajo para buscar un papel en una clínica, y de ahí en otro taxi a casa de mi madre, que tuvo a bien darme de comer, rápido, rápido, para correr a otro hospital con mi hija mayor, la consulta y nueva carrera a casa para dejarla y tomar otro taxi de vuelta al trabajo. Mi coartada era perfecta: me volví loca de viajes, enferma de tiempo y obligaciones. Tic tac,tic tac. Era prácticamente imposible no perder algo en el camino, o perderme yo misma en esa gynkana delirante. Más aún sin haber tirado migas como Pulgarcito.

-Me temo que he perdido las recetas…(así, a pelo, sin excusa)
-Cómooooo! Mamá, eres un desastre! Si las llevabas en la mano!
-Ya, hija, sí, perdona. Tengo tantas cosas en la cabeza.(Excusa poco contundente y tan general que entra por un oído y sale por otro, me temo)

En mi caso se da la coincidencia de que algunos de los reproches de mi madre me los repiten mis hijas. Me siento un sandwich atrapado entre la decepción materna y la filial. De la primera uno escapa como puede con portazos de rebeldía. Pero la segunda es una prisión si redención. Te comes la sentencia día a día, no acortas pena por trabajos porque el trabajo te hace madre y se da por hecho, como el valor en la mili (ese atavismo).

Una madre es un ser que pierde cosas y siempre tiene una excusa a mano, podrían decir mis chukis. Y no les faltaría razón. La posibilidad de perder algo me produce tal psicosis que cada vez que voy a coger un avión siento algo parecido al pánico al abrir el bolso para sacar el DNI: “¿estará allí o lo habré perdido? ¿se habrá ido solo, como la última vez?”. Naturalmente, tengo antecedentes. He perdido de todo desde mi más tierna infancia. Perderme en las carreteras no es más que una metáfora. La puesta en escena de una pieza teatral donde soy directora, apuntador y actriz protagonista. Las tarjetas sanitarias son mi especialidad. Es como si la salud o la falta de ella me dieran tanto terror que le pongo trabas, palos en las ruedas. No hay tarjeta, no hay veredicto.

La única ventaja de perder es el gozo de encontrar. El ingenio se agudiza cuando uno está habituado a buscar un plan B. Ayer, tras la cena, tenía en mi correo un mail con la historia médica de mi hija y las recetas escaneadas. Perfectas, inasequibles al extravío. Hoy pienso imprimirlas y hacer tres copias. Y aquí paz y después gloria.

Así que entré en la cama satisfecha, con la urticaria por todo lo alto y una historia por delante que habla del frenesí de un día en una familia convencional. Se titula Shaw&Maciá, carece de toda concesión poética y termina así:

“Una hora después los dos apagarán el día con un beso desnudo que no contradice el sueño y se dormirán sintiéndose felices. Saben que el amor es una empresa. Trabajo, planificación, equipo, esfuerzo, productividad e innovación son necesarios para evitar caer en la avaricia de la costumbre, o que una opa los separe” (Vidas prometidas, Guillermo Busutil. Tropo Editores)

(Amar, con tu venia, Guillermo,  es una empresa con su correspondiente departamento de objetos perdidos. Algunos pierden el amor, pero no se dan cuenta, sumergidos como están en la sucesión de obligaciones y rituales. Y un día paran y ya no hay más excusas. Y sustituyen con cuentos el beso desnudo. La rutina.)

El amor es una excusa para dormir tranquilos. La literatura un compañero fiel que te calienta la cama y no te da la espalda justo después de apagar la luz, con leves choques de pies en el camino, las  migajas de Pulgarcito.