Un, dos, tres

Cuando yo era pequeña mis padres sólo nos dejaban trasnochar para ver el “Un, dos, tres” y el Festival de Eurovisión. En blanco y negro.

En Eurovisión España solía perder por goleada, así que lo más excitante era escuchar a Uribarri explicar los motivos de nuestra derrota, que solían resumirse en que los demás países nos tenían tirria (mis hermano y yo desconocíamos el por qué, dado que no se aportaban que recuerde sólidos argumentos, más allá de que Inglaterra era súper VIP y a esa la votaban todos).

Nunca, jamás, nadie dijo que nuestra canción fuera un truño.

Cuando yo era pequeña los artistas extranjeros de Eurovisión me parecían el colmo de la excentricidad con sus looks trepidantes y sus saltos sobre el escenario. Nosotros éramos Betty Missiego con túnica y el moño estirado hasta el paroxismo o Micky con ukelele y “Enséñame a cantar”. Una canción muy tonta que el pobre defendía sin perder la sonrisa.

Recuerdo también que los más marcianos se me antojaban los suecos. Para una niña del tardofranquismo Suecia era Nueva York. O más lejos. Y esas melenas rubias platino la promesa de un mundo galáctico y sin calabazas Rupertas de la suerte o la desdicha.

Los niños de los setenta aprendimos a sentirnos perdedores a la fuerza. Incluso le veíamos cierto glamour a la votación final, que nos garantizaba el aprendizaje de idiomas: “Guayuminí” o “La Grissss”…repetíamos sin saber muy bien de qué país estaban hablando.

En el tardofranquismo España era la bomba aunque perdiera casi siempre.

Y anoche, cuando volvimos a quedar en el vagón de cola, sentí el revival a aquellos maravillosos años en los que ganar o perder a algo que no fuera el Palé (versión carca del Monopoli) o Polis y Cacos, no tenía demasiada importancia. Porque los otros, el enemigo, eran extranjeros que no conocían ni sabían a preciar el talento cañí. Bárbaros con tintes oxigenados y pantalones de campaña que le hacían la pelota a los ricos. O sea, Francia, Inglaterra, Alemania y el Benelux.

Hoy pienso que conservamos cierta vitola de soberbios perdedores. La reconozco en nuestros políticos cuando se hacen la foto de familia en Europa. Con ese gesto sorprendido de “¡Qué guay, los grandes me han dejado salir”, o cuando avanzan por los pasillos con los hombros escogidos como mendigos invitados al banquete del marqués por una noche.

Como Alfredo Landa en “Los santos inocentes” quitándose la gorra delante del señorito.

¿Cuánto tarda un país en perder sus complejos?, me pregunto, aún con el sabor amargo de otra derrota eurovisiva, que en realidad no es una sorpresa sino una constatación.

Para ser grande hay que creérselo.

Anoche los niños del último franquismo nos fuimos a la cama como en “Regreso al Pasado” pero sin descapotable. Tarareando “Y quién maneja mi barca”, de Remedios Amaya. La canción por la que nos dieron cero puntos aquel año y nos condenaron para siempre a sentirnos menos europeos que los demás. Menos modernos. Menos transgresores. Atados a la pata de una cama que fue nuestra vida en blanco y negro y que regresa cada año, por estas fechas, cuando volvemos a ser pequeños a quienes sus padres, estrictos, los dejan acostarse tarde por una vez.

Spain…..eight points. La Spagne….