El escritor rumano Mircea Cartarescu

“No he observado nunca los lunares del cuerpo de mi madre, pero conozco hasta en los más nimios detalles los lunares negros, marrones y turbio-traslúcidos del cuerpo de la primera chica a la que acaricié desnuda; las gotas de nostalgia del rostro de Bucarest, los lugares en los que nos detuvimos, nos besamos y nos abrazamos, en los que charlamos, en los que bebimos y en los que nos dijimos palabras terribles se corresponden punto por punto con los lunares de su cuerpo”. (El ojo castaño de nuestro amor. Impedimenta)

He asaltado a Mircea Cartarescu esta mañana, prendida aún de una imagen poderosa de ayer, anochecer enjuto de farolas mortecinas y perros excitados que se encuentran y corren en círculos muy locos. Uno de ellos trataba de devorar sin éxito las sombras que su amo movía proyectadas sobre el suelo. Divertido, los dientes asomando feroces por la línea de unos labios tan finos (los del hombre). El perrillo, un chucho blanquinegro y desquiciado por no alcanzar su presa fugitiva. El cierzo que se clava en las costillas cuando de pronto paras y contemplas, tantos días sin dar paseo urbano con mi Brontë, temblor de estarte quieta. La agradable charla de reencuentro que no exige un descenso a las palabras de fondo, los peces abisales.

Yo persigo mi sombra, me la mueven. Recupero mi sitio, me lo quitan, tan llena de huesos y raíces robados a la prosa del escritor Mircea Catarescu. Tan Bucarest, de pronto. Tan adicta de hallarme en el silencio y el hueco, llego a casa y me sirvo como anoche un vino rico, apenas dedo y medio en una copa limpia, despojada de cualquier vanidad o de esnobismo. El golpe de calor sobrevenido, me quito la bufanda y Brontë espera la pedrea de su fidelidad atenta en forma de mendrugo de pan o corteza de queso sin usura.

Salto al rumano poeta y mucho más: “Un buen día, a comienzos de los años ochenta, terminé con el nes con una firmeza desgarradora, como terminas con una mujer junto a la cual ya no puedes ni vivir ni morir”.

Mi libro de hoy

Ayer le dije a alguien que el vino es lento y la cerveza ansiosa. Lo he dicho varias veces, me repito sin culpa y tiro las botellas medio llenas al cesto purgatorio donde esperan que un día las rescate y las lleve derechitas al fugaz cementerio de los vidrios. Bebo poco -apenas un vino tinto viudo y un par de cervezas a la semana- pero le doy un carácter ritual. Como menos que antes, caigo en coma profundo a esa hora en que las familias cabales empiezan a cenar. Aprendo cada día muchas líneas de un libro invisible, he vuelto de repente al pupitre de la escuela. Me aprieta el uniforme, me descalzo. “Debería sentarme a leer de un suspiro “El ojo castaño de nuestro amor” como si hoy fuera un día de cien horas o más”, me prometo a mí misma.

No reconozco ya el olor de mi casa, sí los lomos de esos libros y la desventura hueca de la nevera que hoy tendré que llenar sin duda alguna. Para sentir que cuido de ese cuerpo que corre como sombra chinesca perseguida por un chucho impaciente un viernes por la noche que ya es sábado.

Para llenar de tiempo delicado, luminoso por fin si sucediera,  la sombra tan hambrienta de esta vida…