Según se acerca el fin de semana aumenta el tráfico en este blog de internautas que entran tras teclear en Google curiosidades intelectuales del tipo “Relatos sexo bebido” u “hombres negros desnudos con agujero a la vista” (ambos son de esta noche). Imagino su frustración al darse de bruces con la realidad. Su calentón no es mi calentón. Adiós a las expectativas líquidas de noches tórridas y encuentros sexuales en la tercera fase.

Conviene asumir la frustración que uno genera en los demás cuando no responde a lo que se espera de él. La tentación de complacer es obvia. Hoy en El País Jean Echenoz se muestra lapidario: “Hay que evitar ser tu propia parodia”. Al escritor francés, del que confieso haber leído sólo una novela -“Al Piano”-, le inquieta ese juego de espejos tan perverso del ser consigo mismo y con los demás. La parodia es una válvula de escape. Una anilla auxiliar del paracaídas que conviene reservar para los altos vuelos. Si se te va la mano parodiéndote a ti mismo corres el riesgo de que los demás se enganchen al personaje y no les interese la persona. De modo que termines lanzándote al vacío una y otra vez, y tirando de la anilla hasta el paroxismo, y que cuando esta se rompa te despeñes contra el suelo y acabes en una UCI conectado a un tubarral mientras una máquina escupe los estertores de tu actividad cerebral con banda sonora de pitidos leves y acompasados.

El yo, el ello, el super yo y… el infra yo. ¿Nadie habló del infra yo? Ese que se altera cuando comprueba que es ninguneado porque no se ajusta al guión, a la fantasía de otros.

(El infra yo es un estercolero tan pestilente que algunos lo convierten en su escudo de armas. Mierda de artista.)

Sospecho que detrás de muchos de esos escritores que decidieron alejarse de la fama y los oropeles había criaturas asustadas por exponer su infra yo. Preferían sin duda que el mundo siguiera asombrado de su talento literario a balbucear torpes palabras a la luz de la luna ante un público sin ganas de escuchar. Escribe, maldito. Alimenta el personaje. Y luego vas y te callas.

A Echenoz lo han fotografiado en una de esas lavanderías que ama Isabel Coixet. Un espacio desolador y de luz mortecina donde los bombos giran y un hombre sentado en una silla incómoda contempla hipnótico el movimiento circular de su ropa sucia. Mierda de artista. El hombre, del que averiguamos que escribe sus novelas sentado en una silla incómoda para obligarse a cincelar cada palabra con dolor (inevitable pensar en Glenn Gould y su taburete) finge sin embargo leer un periódico, y evita así que alguien se acerque y entable una conversación que lo delate: “vaya, Echenoz no es tan brillante…”

Ser brillante, imagino, es una profesión muy dura. Requiere estar alerta, contar los giros de tus pantalones envueltos en esa espuma blanca de la lavadora. Un mareo que provoca estrés y palpitaciones pero que no se especifica en un prospecto, apartado “efectos secundarios” o indeseables.
Los humoristas muchas veces son tipos amargados e insoportables. Están hartos de ser graciosos. Y se cruzan con una vieja y la escupen a la cara: “toma parodia, jodida groupie”.

Este blog no es porno duro, ya lo siento. Y su tráfico está salpicado de onanismos ajenos que esperaban otra cosa. Una cura de humildad, alimento de infraego. Brindis de palabras somnolientas. La anilla del paracaídas, tírese sólo en caso de emergencia. Yo no soy ella, aunque pueda parecerlo. Y una montaña de ropa sucia espera a ser lavada, en un cesto que encierra tantos relatos pendientes que no serán. Que ya no han sido.