“Yo cuando me entrego a una mujer solo tengo ojos para ella. No soy de esos que están mirando a todas las que pasan alrededor, no lo necesito”.

Mi amigo R. es un romántico y nuestra última conversación, anteayer, tuvo los habituales loopings que la llevaron, como siempre, del cine –“tienes que ver la última de Cesc Gay y luego la comentamos”– a nuestra profesión común y al tema que siempre nos inquieta y nos hace reír: sus ligues, los míos. Si R. no fuera tan heterosexual podría pensarse que somos la clásica pareja heterogay que se confiesa sin tapujos, amparada por la susencia de TSNR (tensión sexual no resuelta). Pero en realidad somos dos amigos que apenas se ven porque viven en ciudades distintas pero dejan el teléfono echando humo cada vez que se citan para hablar.

-¿Sabes qué? Yo tampoco soporto a esos hombres que están en un bar, hablando contigo, y no pueden evitar mirar a toda la que se cruza en ocho metros a la redonda. No es halagador.
-Ostras, es que si te interesa una mujer debes concentrarte en ella. No debes, te sale solo.
-Sí, no creo que sea un asunto de celos, sino de mala educación. O puede que de inseguridad…

A R. sus amigas le reprochan que se entretenga mariposeando con unas y con otras. Ignoran que no es un promiscuo que aún no ha cumplido los cuarenta, sino un sentimental que confía en encontrar a la mujer de su vida. Y anda haciendo prospección. Y en el camino se encuentra sorpresas, y entonces me llama para comentarlas.

-Estoy cansado de tías liberadas que luego esperan de mí que me comporte como un caballero decimonónico.
-Tú eres un caballero, pero postretromoderno y muy leído. Y ellas, unas petardas.
-Hay una que me gusta. La conocí en la puerta de un acto. Me quedé mudo. La busqué en Facebook y la escribí. Tardó días en responder que está out, que acaba de romper con su novio.
-Pues dile que tú estás “in” y que no le pides que sea la madre de tus hijos, sino que se  tome una caña contigo…

Con R. me resulta liberador hablar de mujeres. Y muy tierno escucharle cuando yo le hablo de hombres, porque ahí es muy radical y muy de mi equipo. 

-Ese tío no sabe lo que se pierde. ¿Cómo puede ser tan imbécil?. Si estuviera en Madrid iría a por ti de cabeza, tú lo sabes.

Y entonces le cuento un sucedido patético reciente, y él me atiende sin pestañear, y me sorprendo dándole una profusión de detalles que me dejan en un lugar tragicómico. Y R. vuelve a demostrarme su cariño: “Eso te hace más humana, mi rubia, y piensa que con el tiempo lo recordarás como una anécdota tierna”.

-Ya, ya, pero mientras tanto…

A los cuarenta y más, te das cuenta de que vives en una ambigüedad peterpanesca. Las parejas consolidadas te aburren, pero la soledad puede ser un abismo inquietante. Y entonces te aseguras de tener amigos que te abrazan, que te cuentan que acaban de ver unan película muy generacional que les ha hecho pensar. Que se han ido a la cama con una mujer a la que no querrían llamar más, pero tampoco dañarla. Que andan liados con un ensayo pero aceptan que la novela que les recomiendas puede ser un gran hallazgo. 

-¿Tanto te gustó ese libro?
-Tanto. Debes leerlo y comentamos y yo prometo ir a ver la de Cesc Gay esta semana.
-Hecho. Te quiero, rubia.
-Y yo a ti. Suerte con esa mujer. Síguela sin ser pesado.
-Sí…Y tú no pases ni un segundo con nadie que no tenga más ojos que para ti.
-Te lo prometo.

Cuelgo y pienso que los cuarenta son una versión evolucionada de los quince. Una adolescencia con coartada. Corro al espejo a ver si me ha salido acné.