Recuerdo con toda nitidez el nombre y apellidos de la niña que me desveló el secreto de los Reyes Magos. Recuerdo que fue a la salida del colegio de las monjas, un día luminoso de invierno, y recuerdo mi furia, seguida de cierta resistencia a creer aquella revelación que, de repente, explicaba algunas intuiciones y una incógnita que no se me había pasado por alto: en casa siempre aparecían regalos de Reyes después del día de Reyes. A mis padres se les olvidaba dónde habían escondido algunos paquetes, imagino que porque éramos muchos hermanos y porque el caos forma parte del ADN familiar.

Ayer Minichuki me recibió con cara de pocos amigos: “Mamá, ya me he enterado, no te pienso dejar en paz hasta que confieses”. Y me hizo un placaje con su cuerpecillo que me impedía siquiera quitarme el abrigo y los zapatos. Me quedé muda y ella me leyó los ojos. Estaba claro que le faltaba una última certeza y yo, en mi pánico, se la estaba brindando.

-Mamá, he ido con el primo al Corte Inglés y estaba lleno de señoras con muchos regalos. ¡Ya podían ser más discretas!.

Me pareció que el comentario era muy adulto. Sí, las señoras son muy poco discretas y, como luego me dijo un amigo, El Corte Inglés es un  campo de minas. Un reventasueños que vende lo contrario en sus claims publicitarios. Sentí un abatimiento semejante al de mis nueve años, aquel día a la salida del colegio. Mi hija pequeña había dejado de creer y se le estaban escapando unas lágrimas que no encontrarían consuelo a pesar de que enseguida le dije que yo seguía teniendo ilusión por la noche de Reyes, y su hermana me hacía los coros.

Grace Kelly

-Ya, sí…¿a qué edad le dijiste a la hermana que tú comprabas los regalos? (Minichuki abatida tarda tres minutos en recuperar su esencia, como veréis. Ahora se trataba de saber quién había estado “engañada” más tiempo).

Lo dramático de dejar de creer en los Reyes es que tiene un efecto dominó que pulveriza el mundo mágico. Es difícil seguir teniendo fe en las verdades de los adultos, pero mucho más entregarse al más allá. Con los Reyes mueren las princesas, el hada madrina y, puede que antes, el ratón Pérez. Y mueren el niño Jesús y la Virgen María. “Ya no creo en divinidades”, le soltó Minichuki a su hermana.

“La única divinidad en la que creo es Grace Kelly“, me escribió mi amigo J.

Con los Reyes muere un poco dios. Y entonces nos hacemos politeístas y empezamos a creer en Michael Jackson, en el dinero, en el fogonazo de la pasión, en el café con leche, en los somníferos, en las palabras, en la literatura, en el rubio platino más falso de la tierra.

Me parece que el descreimiento es el peor estado del espíritu. Y su motor se pone en marcha a los nueve años, a los diez, cuando descubres bruscamente que nadie entra a tu casa por la ventana y que la leche de los camellos terminó en el sumidero de algún lavabo. Y es dramático porque a partir de ahí abandonas la niñez, entras en una pubertad donde los misterios empiezan a ser puramente físicos y el cuerpo no engaña.

Hay un día, digo, en que la naturaleza vence a la fe por goleada. Y hay que buscar un tótem sagrado para seguir manteniendo la ilusión o terminas como un científico postrado ante el microscopio de la vida: “Yo sólo creo en lo que veo”.

Yo sólo creo en lo que veo

Ayer Minichuki estaba absorta buscando su microscopio. Tuve que hacerle prometer que guardaría el secreto, puso cara de “me estás haciendo cómplice de una gran mentira”.

En realidad le estaba haciendo partícipe de una gran verdad: a partir de ahora te va a tocar inventarte un mundo propio que jamás te decepcione. Algo en lo que creas a muerte. Una raíz bien anclada que te impida caer cuando dejes de tener fe en tus padres, en tu mejor amiga del colegio, en un novio que te juró amor eterno y no te quiere, en un trabajo prometedor que dejó de serlo, en los políticos mediocres, en la justicia poética…

Lo más duro de comprobar que los Reyes no existen es que te arroja a los pies de los caballos. A partir de ese momento necesitas desesperadamente creer en ti mismo. Y esa fortaleza no te la puede machacar una niñata llamada Olga de la Cruz a la salida del cole, una mañana soleada de invierno.