Mi querida Big-Bang:

El escapismo es una forma de vida. No es exactamente la huida, porque las piernas permanecen clavadas en si sitio. Pero si te concentras, no estás. Tengo una lista de asuntos pendientes que siguen pendiendo de un hilo. Un coche en no sé qué descampado que un tipejillo fingió comprarme y nunca puso a su nombre, un saco con abono y fertilizante para mis pobres plantas, un bote de barniz para una tira de suelo que antes tuvo una estantería; un aviso de mi Openbank para que me persone a recoger nosé qué tarjeta, una cita con el DNI que no puedo ejecutar después de mes y medio de espera porque me falta el papel más importante. Varias multas sin pagar. Unos análisis de sangre que jamás llevé al médico que me los mandó; Una conversación pendiente con cierto capullo que me maltrata los ojos… Y así.

Dirás que si no ajusto cuentas con mi destino voy a seguir dando traspiés; es verdad. Por eso ando en bicicleta. Eres la misma persona, torpe y trastabillada, pero apenas se te nota. Me gustaría tener el talento de Mr Ripley para fingir otra vida distinta. Ése sí que acumulaba problemas, pero luego se cargaba a un tipo y tiraba millas. El asesinato es la otra cara del escapismo. Muerta la obligación, se acabó la rabia. Lo malo es que si acumulas cadáveres tu casa empieza a oler a muerto, y no hay perfume que tape tanta ponzoña.

Mi amiga C. acaba de cerrar un frente abierto. Su novio, que le puso los cuernos hace 25 años, le ha pedido perdón. “Fui un capullo”. Sí, lo fue, pero a los 16 años ser capullo con una novia es como tener acné. Una enfermedad inevitable. A ella le rompió el corazón, y durante años se preguntó por qué. Sigue sin saberlo, pero ahora tiene una confesión escrita con la que ha cerrado una puerta que estaba entornada y llena de escombros alrededor. Una cosa menos.

A los 16 años se es escapista por naturaleza. Te encierras en tu cuarto, escondes las cartas de amor con lazo rojo en una caja de mimbre -la misma donde ocultas las notas de cierto septiembre que nunca entregaste- sigues a algunos ídolos musicales y lees a Proust y a Joyce para escapar de la dictadura de tus hormonas. Luego tienes un hijo y cuando alcanza la adolescencia detestas su escapismo, su armario lleno de mugre y rincones secretos, su atolondramiento de serie y esa obsesión con idolillos descerebrados que cantan temas musicales facilones a precio de oro. Y te esfuerzas en que no le partan el corazón, aunque sabes que es inevitable.

Te confieso que hoy sufro un ataque de escapismo post vacacional y todo lo anterior era un excusa para rematar con la evidencia de que no quiero volver al carril bici de la rutina. No quiero saber más de ese coche, pese a que un día alguien cometerá un atraco con él y me las veré frente a un juez, no quiero ocuparme de las plantas antes que de mi identidad y mis ojos. Y no pienso tirar a la basura las cartas con su lazo rojo, porque al abrirlas vuelvo atrás, como con la magdalena de quel que leía y ya no leo, y me perdono por el acné y por la furia.

Me pregunto qué haría Ripley en mi lugar…