Mi querida Boig-Bang;

A partir de los cuarenta una querría que la quisieran por su cuerpo. Lo de la inteligencia, el gracejo,la vida interior y la realización personal está muy bien, sí, pero ya han tenido sus momentos de gloria reivindicativa. Ahora lo aspiracional es estar muy buena y que te idolatren. No me he dado un golpe en la cabeza,es que últimamente he dado con dos o tres hombres enamorados de sendas mujeres a las que tienen en un altar más ornamentado que el de la Esperanza Macarena. Los tres, añadiré, les sacan a ellas no menos de 20 años. Y los tres son asquerosamente ricos.

Con esos mimbres se tejen historias de amor cuyo escenario bien podría ser un escaparate con nuevo bolso de Gucci que ella contempla y, tras un leve movimiento de pestañas, él se apresura a regalar. A mí, que ningún hombre me ha regalado un Gucci, se me ponen los dientes largos y me invade un pensamiento tiñoso: “cómpraselo, sí, que de aquí a quince días te va a romper el corazón con uno de treinta, pobre y asquerosamente castigador”. Envidia cochina.

Se lo cuento a las mujeres de mi familia, con las que viajo a la vieja Europa y me dan la razón. La nunca demasiado vilipendiada figura de la cuñada chunga no ha lugar. Nos adoramos y lo que más nos entretiene a mi hermana y a mí son los piques entre ellas para dirimir cuál de mis hermanos es más perfecto:

-El mío es recogidito pero bien proporcionado. Y tiene pensamientos profundos.
-Querrás decir retorcidos, bonita.
-Pues el tuyo es ancho de caderas y con el culo gordo, por si no te has dado cuenta…

Este tipo de charlas filosóficas son la consecuencia de dormir en una pensión de estudiantes encantadora, con camitas de 80 cm y un relieve de muelles que se te clavan en la pelvis y dibujan el mapa a escala de los Cárpatos. Pasar del Gucci (ajeno) y la suite parisina al lumpen de Oporto me pone en mi lugar, sí, pero si he de volver a los estándares de los 18 quiero que sea con el pack completo.

Un vino de Oporto en la Ribera es la promesa de una cálida cogorza y el escaparate perfecto para contemplar hombres. Las casadas del grupo (o sea, todas menos yo) suspiran por los guapos y luego se santiguan muy falsas, ellas. Yo asumo el papel de maestra de ceremonias y voy señalando a los macizos, en un casting etílico muy reconfortante: “a las 12 en punto, chicas, el de barba con los perros”. Y así pasan las horas, mientras cruzo sms con J. preguntándole: “¿Me idolatras?”, y el responde: “Con fervor, pero deja ya de drinkar, bonita, que te vas a caer al río”. Mi siguiente pregunta es: “¿Dónde está mi Gucci?”. Silencio.

A partir de los 40 cada viaje es una lasca más profunda en el cabecero de tu cama. Una promesa de detener el tiempo maravillándote por el prodigio de un retablo barroco o la pura levitación ante un polvo (pulpo en portugués) asado con patatas. El placer de experimentar se parece mucho, digo yo, a la idolatría. O al menos así quiero verlo hasta que un hombre se apresure a regalarme un bolso cuando me quede boba delante de un cristal, a orillas de un río caudaloso y romántico y con música de fado, a ser posible.