“La diferencia entre pornografía y erotismo es la iluminación”. Lo dice Dian Hanson, editora de American Pornografic Magazine, citando a alguien, y la frase me atrapa con sus tentáculos. Se refiere a un libro de Taschen, esa editorial boutique, que ha reunido a fotógrafos de todo el mundo -los Helmut Newton contemporáneos- para airear las vergüenzas de sus modelos (me atrevo a afirmar mayoritariamente mujeres, pero no tengo el libro entre mis manos).

Tranquilos, que no voy a moralizar sobre si el cuerpo femenino es carne de pornografía. Algunas de las fotos más bellas que recuerdo muestran anatomías en toda su crudeza pasada por el arte, con luces sabiamente distribuidas por aquí y sombras por allá. Y se me ocurre que la diferencia entre erotismo y pornografía está en la mirada.

Insinuar o mostrar. ¿Esa es la cuestión?. Pues depende, si lo que se busca es provocar una sensación sin más o contar una historia. A los que nos excitan las historias por encima de todo, la barrera entre pornografía y erotismo podría ser el relato, se me ocurre. No importa lo dura que sea una imagen si trasciende lo que ves y te sacude y te obliga a plantearte cosas. Y no se te va de la cabeza cuando ya te has dado las vuelta y miras la siguiente foto.

No me interesa el porno porque lo encuentro fast food que, una vez devorada y cuando aún no te has limpiado las manos que chorrean ketchup -sí, es una metáfora- no deja ninguna huella salvo cierta molesta regurgitación desde el estómago. Pero esta afirmacion es gratuita porque sin duda me eduqué de espaldas al porno y no voy a aburriros otra vez con lo de las monjas o la familia española que despertaba a toque de corneta con la madre vaciando el lavaplatos los domingos a las ocho en un estruendo parecido al de la tuneladora del Metro.

Estoy segura de que hay quien puede argumentar el alcance artístico del porno. Es más, sé que en mi biblioteca hay un ensayo sobre el tema que un día cayó en mis manos y abandoné en esa pista de despegue donde se agolpan tantos libros que temo no poder liquidar antes de la jubilación. (Esa frontera soñada que a este paso llegará a los ochenta. Cuando dudo que el porno me interese gran cosa. Pero vuelvo a destilar prejuicios).

El porno, ahora que lo pienso, se alimenta de prejuicios. No hay misterio, porque todos sabemos cómo termina. El erotismo se alimenta de imaginación. De recuerdos, impresiones, intuiciones que, frente a la imagen, desfilan y se acomodan en los pliegues de unos cuerpos que son distintos para cada espectador. Habrá quien se detenga en la sombra de un cuello al llegar a la oreja, o quien busque más allá de la línea donde muere el muslo. O no pueda dejar de mirar unos ojos que sugieren que van a devorarte, pero despacio, siempre despacio.

Puede que el erotismo sea andante y el porno molto vivace. Que el primero necesite un punto alto de cocción y el segundo un vuelta y vuelta.

 “La narratividad pornográfica es un sistema coherente porque su único movimiento se produce en torno al enunciado de una ceremonia abstracta que fuerza a los actores de los que se sirve a encarnar un estado”. Andrés Barba y Javier Montes, “La Ceremonia del porno” (premio Anagrama de Ensayo)

Encontré el libro, estaba cerca, a un golpe de vista. Convenientemente iluminado, que diría Dian Hanson.