Y entonces el editor de editores, a quien yo había pedido una recomendación de libros para este verano, me envió ayer un cómic: “Casi todo Baxter. Nuevas y escogidas ocurrencias”, de Glen Baxter (Anagrama). “Una especie de mezcla loca de Magritte, SJ Perelman y Pulp Fiction”. Irresistible, pensé yo anoche, abatida por los acontecimientos y con la coraza del sudor pegado a mi piel. No, no era un cómic, era un libro de pensamientos a caballo entre el absurdo y el ingenio, en formato dibujo. Un Roto sin sordidez. Cosquillas bailonas frente a pellizco de torturador.

Para mí, que tengo a El Roto como grande entre los grandes (un pelín menos desde Feininger, maestro entre los maestros), el género cómic es como los espaguetti o el color rosa: me gusta, pero no me encanta. Si puedo elegir tiro para el negro o la paella mar y montaña. Pero admiro al dibujante que convierte una reflexión en ironía con formas y colores. Desgastar las palabras es como dejar un grifo abierto o la luz encendida en la cocina (eso que en mi casa se estilaba hasta que empecé a penalizar con multas de paga).

Hablando de multas, ayer fui multada en la carretera por unos agentes muy serios que me obligaron a hacer maniobras peligrosas en el tráfico de entrada a la ciudad hasta colocarme sobre un trazado en forma de raqueta en medio de la calzada (ahora entiendo al fin para qué sirve). Yo regresaba contenta de una entrevista con un señor talentoso y apacible que vive rodeado de pinturas, perros y gatos, y éstos no me habían atacado. El señor y yo disertamos, entre otros asuntos, sobre el verdadero significado de “extravagancia” y entonces se desató una tormenta. La penumbra de la sala la hacía confesionario. Olía a aguja de pino, a lavanda y a tierra mojada por las primeras gotas de lluvia. Le dije al señor que a mí el presente me huele a apocalipsis. Se mostró completamente de acuerdo conmigo y me confesó que él teme decirlo en público porque le llaman agorero.

El recreo del lñider que lanza bombas al sol

“Cierto”, respondí. Pero ahí afuera están pasando cosas. Hay un país que se ha retirado de un acuerdo internacional de protección del medio ambiente y nos va a atufar sin mala conciencia. Otro que se divierte lanzando pepinazos nucleares (de ensayo, pero pepinazos) cada poco para amedrentar y reírse mucho con cara de idiota. Hay unos pirados que se ponen cinturones explosivos y se suben a una furgoneta para estamparse contra gente de bien que transita las ciudades. Hay un narcisismo agudo que nos está convirtiendo en niños mimados en busca del aplauso de todos, y en frustados con rabieta cuando no lo conseguimos. Hay líderes mediocres que se llenan la boca de palabrería sin fuste. Hay trepas que preparan su asalto en las cocinas haciendo ruido con los cacharros. Hay Telediarios que desperdician dos preciosos minutos hablando del lenguaje del abanico, esa chorrada decimonónica. Hay futbolistas multimillonarios sospechosos que tangar al fisco que además se ponen chulos y amenazan con irse del club porque se sienten maltratados.

Hay gente buena, y noble, y lista, que no se adorna y pedalea. Y hay una cosa muy útil y gratis que es el silencio. El vacío para poner cada ruido en su sitio y buscar la esencia de lo que para cada uno es importante. Y que te pongan una multa no es tan importante como para llenarte de ira en una tarde en la que volviste a casa sintiendo aún el calor en la piel de una conversación nutritiva. En un cuarto con vistas a un pinar que olía a bendición del cielo. Y el señor lo ha hecho todo, y ha recibido premios. Y es de una humildad apabullante. Tanto como la ternura del gesto con el que me despidió en la puerta: “Vuelve cuando quieras”. Ojalá.