(A veces la mejor opción no es la más conveniente)

Paso el fin de semana con mi hermano I., Minichuki y mis dos sobris en una casa familiar llena de fantasmas donde ninguno entramos en el cuarto de la abuela. Una habitación pequeña con muebles naranjas que en su día fueron el colmo de la modernidad. Compuesta de cama, mesilla y secreter con espejo incorporado que de niñas movíamos a nuestro antojo para vernos de cuerpo entero antes de salir a esas fiestas de donde mi hermana y yo siempre éramos las primeras en retirarnos, rezongando, convencidas de que lo que allí pasaba desde nuestra marcha era mucho más excitante que lo que habíamos bailado. E incluso peligroso.
Hay casas que encierran el espíritu de sus moradoras y mi abuela aún anda por allí, estamos seguros, de modo que cuando llegamos y nos distribuimos las habitaciones nadie quiere el cuarto naranja. Sólo mi padre se atreve a compartir noche con el fantasma, cosas de hijo único. Allí, también, alojamos a las visitas sin advertirles de la presencia sobrenatural.
Mi cuñada la Enfermera del Amor llama para decir que es feliz sin su familia. Dos días de asueto que nos han dejado a I. y a mí tan contentos y entregados a la pereza de decidir si comemos mi consabida paella para cuatro, aunque seamos cinco, y barbacoa de noche, al calor de las estrellas. Las chukinas, entretanto, han montado una tienda de campaña y amenazan con dormir al raso, entre gatos despistados que se nos cuelan y aullidos de perro huérfano.
La vida, en verano, consiste en dejarse llevar y quitar los últimos piojos a Minichuki repitiéndole: “si es que tienes el pelo tan bonito que todos quieren vivir allí, cariño”. Y ella se sonríe poco convencida pero insiste en conservar su melena porque de pronto es femenina y ha comprendido que Sansón nunca fue tan fuerte como antes de Dalila y sus tijeras.
A veces la mejor opción no es la más conveniente. Cierto. Y sales a correr por un campo de paja donde Hopper haría de las suyas y después te cuelgas de una Coronita con limón mientras aporreas las teclas en “Villavago”, como dice mi querido I., un padre amoroso y divertido que tiene a sus niñas babeando con sus juegos y sus piropos. Y de fondo suela Nina Simone, que nos gusta a los dos, y empieza a crepitar el fuego de la barbacoa. Y mola sentirse tan dominguero, tan atento al ritual desde que colonizamos una casa destartalada que habitamos como zíngaros entre bañadores y toallas dispersas por todas partes.
El verano consiste en tirarte al agua veinte veces, nadar vertiginoso con las aletas y leer el periódico apocalíptico como el que oye llover, mientras esperas la hora de la siesta y tu sobri pequeña llega y te dice muy seria (lo hará unas siete veces al día): “¿Me puedes poner las bragas?”.
Y hay una ligereza que lo salpica todo, y te encuentras por azar a los que fueron tu pandilla hace más de veinte años, y te parecen señores y señoras aburridos, y te preguntas si tienes el mismo aspecto convencional que ellos. Gente liofilizada, burgueses que cenan con sus padres cada sábado y fiestas de guardar, que han engordado unos kilos y que en breve amonestarán a sus hijos por querer salir de fiesta y morrearse con sus primeros novios, lo mismo que ellos hacían a su edad.
Volver a los rincones de la infancia es recuperar el día que llegaste tarde y en moto con tu novio de entonces y tu padre te esperaba en la puerta, hoy oxidada, para echarte la bronca mientras el pobre huía en su Vespino rezando por poder verte un rato tras el castigo ejemplar que vendría. Es contemplar el abeto plateado que plantó la abuela junto a la piscina tocar el cielo con sus agujas afiladas. Y sentarte en la misma mesa que entonces, hace veinte, treinta años, pensando en las musarañas mientras le pones las bragas a una pequeñaja de cuatro años y hueles las piñas quemadas y te quedas ahí hasta que alguien te recuerda que es hora de preparar la ensalada.
Como entonces.