Últimamente leo sobre eneagramas. Mi amiga L. me lo recomendó vivamente como método de autoconocimiento. Creo que el origen es hindú, y con estos mimbres lo más cabal por mi parte habría sido menospreciar el ingrediente hierbas bajo sospecha de tufo de autoayuda para principiantes (Ay, querida Lorrie Moore, tampoco te hubiera leído con semejante título de no haberme insistido alguien en quien solía confiar)

La cadena del prestigio es tan frágil como la autoestima. Conozco a quien elige sus lecturas, sus amigos, su atuendo y hasta a su novia por el plus que le aportan de cara a la galería. A veces somos en función de los que nos rodean, galones de los que nos encariñamos porque provocan admiración o envidia en la mirada del otro. Una mujer que lee eneagramas carece por completo de interés, lo asumo, y prometo salvar mi alma con algún escritor jovenzuelo de prestigio disparado y moderada calidad literaria. A cambio recorro fascinada cada noche unas páginas de hablan de pasiones dominantes, fijaciones, instinto pulsional dominante, sistema narcisista y antídotos. 

Los números y yo siempre hemos tenido una relación ambigua. De adolescente suspendía matemáticas y mi padre me amenazaba con trabajar de cajera en Galerías Preciados, la versión cañí de El Corte Inglés.  Sin embargo yo construía frases obsesionada con el orden y ritmo aritméticos, sin saberlo, y al llegar a COU hubo la reunión de los test y resultó que era un prodigio en la materia. Las carcajadas de mi padre aún se escuchan en el salón de actos del colegio.

Me fascina la exactitud porque soy inexacta. Me parece que los números nos otorgan un refugio en tiempos de incertidumbre. Mi eneatipo, que no desvelaré para no dar pistas al enemigo, es un calco de mi personalidad y al leerlo experimenté el mismo temblor que la primera vez que fui a la bruja y me contó mi vida al dedillo y lo que habría de pasarme. Descubrir que los números son mágicos es pueril, supongo. Lo mismo que el hallazgo de la fuerza de las palabras. “Yo lo que veo, lo leo”, afirmó con solemnidad Minichuki el día que aprendió a leer.  Pues “yo lo que sumo, lo asumo”, diría hoy desde mi edad ¿adulta?

El prestigio tiene que ver con mi eneatipo. Suelo decir que es eso que cuesta tanto tiempo levantar y tan poco demoler.  Hay excelentes escritores que perdieron el suyo por sus manifestaciones racistas. Hay mujeres devaluadas por el marido que tienen al lado y hombres que se convierten en sospechosos por la mujer que les baila el agua. Julian Assange era dios hasta que empezó a endemoniarse y para recuperar el suyo Whitney Houston ha tenido que morir y nosotros que escuchar la banda somora de aquel bodrio intragable llamado “El Guardaespaldas”, rodado cuando Kevin Costner aún mantenía su prestigio a la espera de ahogarse para siempre jamás en “Waterworld”. Esa otra aberración cinematográfica que nos metimos en vena con palominas y que hizo abandonar el cine a mi amiga P., a quien se la suda lo de figurar, tras soltar  desairada una sentencia que no olvidaré: “Me largo, esto es un pego”.

Mi eneagrama me advierte del terror a la impotencia y del perfeccionismo letal, así que corro a respirar hondo y pensar en omhhhhh para que mis órganos no sufran el desprestigio de exhibir sus taras en la plaza pública de un blog que a veces desnuda más de lo que cubre. La antítesis del paseo de la fama, podríamos decir.