Hay un tipo que se dedica a platicar sobre energía, paz y amor y los tenistas de éxito le pagan. Al parecer, consigue domar a las fieras que llevan dentro con frases simplonas que llaman a la armonía en “new age” sostenido. Lo leí ayer y sentí esa reconocible sensación de rechazo ante los mercachifles de las emociones. Gente adicta al palabreo y al silencio tofu sin grandes alharacas intelectuales que no se contentan con practicar sus abluciones meditativas en ayunas y vestidos de blanco sino que se erigen en gurús de todo aquel que se cruzan en el camino -pobres almas soberbias, desnortados- con un halo de santidad bobalicona e incontenida y cero condumio filosófico.

El redactor que entrevista al gurú del tenis cuenta que su contacto “se inicia con un correo
electrónico que Pepe arranca con un «Buenas noches llenas de Armonía» y
cierra con «Un abrazo grande lleno de Respeto». Fenomenal. Faltaría más que no le respetara.
El tal Pepe Imaz, así se llama, no se baja de sus construcciones grandilocuentes de conceptos vainilla:”Al equilibrio mental se llega con el amor. Cuando uno está enamorado
deja hasta de tener hambre, porque es energía. El amor es lo único
compatible con todo”. (Así hablaba Zaratustra, querido Pepe Imaz)

Almas descreídas camino de la luz

A mí los hierbas me resultan sospechosos, así para ir poniendo las cosas en su sitio. Respeto mucho la meditación y todas esas disciplinas encaminadas al encuentro con uno mismo, pero se me enciende la luz roja delante que cualquiera que intente hacer proselitismo a cuenta de pobres urbanitas embutidos en el ruido de unas vidas trepidantes que adolecen de momentos de silencio. Así que el día que se cruzan con uno de esos indocumentados y hacen Omm, experimentan un hálito inmediato de relax, empiezan a dialogar consigo mismos y se dejan ir. Todo muy saludable. Solo que para eso no haría falta un gurú previo pago de su importe.

El otro día en pleno puente un grupo de amigos fuimos a comer a un lugar capaz de convocar a todos los dioses del paisaje más sublime. La Torre de Madariaga, a pocos kilómetros de Mundaka. En un momento dado el grupo prolongó la caminata y yo me quedé con los periódicos sentada frente a un horizonte que se ha quedado a vivir para siempre en mi retina. Un azul brillante, poderoso y saturado de cielo rivalizaba con el verde más suizo que he visto en mucho tiempo. El aire detenido. Olor a hierba fresca. Nadie a mi alrededor y la absoluta conciencia del privilegio de la vida, de mi vida, de la amistad y del placer de disponer de tiempo para leer despacio y parar a ratos, contemplar, beber un sorbo de cerveza, respirar hondo.

Un rato después volvieron mis amigos y comimos comentando el camino y felices de estar juntos y tan acompasados. El azar quiso que en la mesa de al lado hubiera otro grupito conocido por uno de los nuestros; gente agradable que enseguida entabló conversación con nosotros. Una de las mujeres era profesora de Mindfulness, esa disciplina del aquí y el ahora que arrasa con sus lecciones de concentración para dispersos (uno de mis hermanos, culebrilla y nervioso,  lo practica y le ayuda a controlar ciertos mareos). La sacerdotisa tenía una amiga más discreta pero igual de entusiasta de la cosa. Nada que objetar, pues, hasta que la gurú se vino arriba y empezó a llenarnos de conceptos simplones con nombres pretenciosos y a insistir en lo transformador de su disciplina, y en cómo debíamos cuidar al “bebé que llevamos dentro”, cosa que acompañaba con una mímica empalagosa y una sonrisa bovina. Los minfulness eran felices, vaya que sí, y por algún motivo que se me escapa ella sentía que podía invadir a unos pobres caminantes sin duda faltos de amor y vida interior con sus chorradas e interrumpir el gozo de las  pochas con almejas que acabábamos de degustar,  con las que habíamos visto a la diosa shiva de refilón.

Mis amigos, que son muy educados y encantadores, le seguían el rollo cada vez con menos bríos, hasta que uno de ellos saltó de la silla en un gesto de “hasta aquí podíamos llegar”, que la gurú interpretó como una broma, así que ella y sus acompañantes se quedaron aún a tomar un café en la pradera, con la misma conversación mindfúlnica de fondo.

El encuentro dio para muchas bromas en nuestro camino de vuelta. Yo apacigüé a la fiera y recordé a otros hierbas de mi vida, gente de poco recorrido intelectual y mucha palabrería que intentaron sin éxito llevarme por el buen camino del amor y la energía. Así que debo estar condenada a no sentir el hálito de la espiritualidad gangosa y mi silencio interior se alimenta con letras. (“Hay de hacer ayuno de palabras, la escritura es ruido”, decía la gurú). Pues este es mi ruido de mañana y me deja la mente en un estado zen tan corpóreo que bien podría engañar a unos infelices y organizar un curso con muchas alharacas y vistas a unas lomas mientras nos enjaretamos deliciosas piparras bañadas de zuritos. Gloria bendita.

PD. Si no lo digo reviento. Una del grupo gurú zen con mucha vida interior se abalanzó sobre el novio (alto, guapo, elegante) de una de los urbanitas descreídos y le pidió el teléfono y el mail con una ansiedad impropia del mindfulness. ( A ver si Ommmmmmmmmh va a ser un gemido orgásmico…)