Enanos de jardín

Si me sale este trabajo voy a empezar a vestir más de mujer. Ya pasé los cuarenta y debo cambiar de look”

Una conversación casual entre cuñadas bien avenidas suele consistir en un zigzag temático del que pescar alguna frase rotunda, el campanu con letras más preciado. Una scoop argumental.

Estamos en una de esas praderas postizas de toda urbanización que se precie y el único hombre admitido al gineceo en bikini es un bebé de pocos meses que ha empezado a reírse a carcajadas y a voltear su cuerpo de pequeño Buda sobre una manta multicolor llena de atractivos sensoriales.

“Define el concepto de vestir más de mujer”, retamos a M., que pese a su habitual soltura para la concrección, se enreda en un laberinto del que sólo sacamos dos datos en claro: 1. Adiós a los pantalones de corte hindú (que sólo le sientan muy bien a su altísima silueta, las demás parecemos marginales de casta maldita). 2. Bienvenidos los tacones (que no necesita por el motivo ya reseñado). Después, alguien que no soy yo se plantea una cirugía pectoral como posibilidad, y todas tratamos de imaginar cómo se las habrán dejado a Angelina Jolie. Pura elucubración filosófica, pensaréis.

Angelina Jolie y Brad Pitt

Ser mujer pasados los cuarenta es un asunto muy serio, incluso si no eres una star de Hollywood a punto de volverte transparente para la crítica. Ya no eres tan joven, pero te sientes en plena forma y a veces te vienes arriba y les dices un “no te motives” a tus hijas, emulando su argot, para que te respondan un desdeñoso “no te hagas la juvenil, anda”. Los tacones hace ya tiempo que los incorporaste al fondo de armario, pero sin sospechar que el fondo era finito, así que los últimos ya no caben y toca condenar algún par al ostracismo, lo cual pone a prueba tu madura capacidad para los ranking y los porcentajes.

Pero la cosa no termina ahí. Ser mujer madura no es sólo invertir en indumentaria de buena calidad para los básicos y negarte a comprar tejidos acrílicos, para desesperación de tu adolescente, que prefiere ciento volando. Consiste en optimizar tus recursos y rechazar las toxinas que te llegan a veces como regalos envenenados. También recluírte con los tuyos para pasar el rato en conversaciones banales que no siempre lo son, preparar una paella y dar un largo paseo por la noche para abrir el cajón de los recuerdos a la luz de la luna creciente, como anoche.

Gineceo con bebé amoroso

-¿Te acuerdas que siempre te tocaba empujar la Torrot de J. para que arrancara, y a la Yaya le sentaba fatal?
-No recuerdo, ¿de verdad?
-Sí, ¿y recuerdas a P. Chiguagua, el que iba a recoger a M. con la Sanglas que era súper pijo?
-Si, me llamaba “cuñaditaaaaaaa” y yo le ponía cara de asco, porque me caía fatal. Él seguía con aquella sonrisita de cocodrilo pero me quería asesinar, siempre lo supe.
-Menos mal que la cosa duró poco…
-Menos mal.

En aquellos maravillosos años mis hermanos y yo pasábamos el verano subidos a nuestras bicicletas y la vida respiraba eterna y diletante. Hoy, pasados los cuarenta, volvemos a pisar las mismas calles de la misma urbanización con hijos y sobrinos de la mano a los que les mostramos el jardín de los duendes. Y con mi cuñada la Enfermera del amor, a la que le damos la turra en una visita turística estilo Bel Air donde no falta una parada en el chalet del Brad Pitt de nuestra adolescencia. Un macizo de ojos azules que solía hacer caballitos con la moto para exhibir su poderío, mientras las niñas suspirábamos por ser más mujeres y que nos dedicara una sola de sus miradas.

Luego te haces mayor, así como de repente, y el Brad Pitt de entonces ya no para por aquí o es un señor calvo y con barriga.  Y tú vistes al fin de mujer.  Y entiendes que hay lugares que actúan como la magdalena de Proust y te sientan de golpe en un patio de butacas de hierba donde eres espectador de tu propia vida. Y al final de la función, si la cosa se da bien, aplaudes tímidamente y vuelves a subirte a esa bicicleta, con rumbo al jardín de los duendes donde has jurado a tus sobrinas que se mueven y hacen ruidos. Y tú misma, si te concentras bien,  llegas a creértelo.