Siri Hustvedt&Paul Auster

“Mi idea del matrimonio no era tan diferente de mi idea del esquí. Adopté una opinión despiadada, rígida y superficial de ambos: se suponía que esquiar era divertido y que el matrimonio era una institución restrictiva”.

Sonrío al leer a Siri Hustvedt en “Vivir, pensar, mirar” (Anagrama). Le diría: “yo empecé a esquiar gracias al matrimonio y dejé de esquiar cuando me di cuenta de que el sufrimiento -calor, frío, miedo, necesidad continua de hacer pis bajo ese mono de astronauta- era mayor que el placer -adrenalina, velocidad, síndrome de Stendhal ante la contemplación de la inmensidad blanca y ese silencio sonoro y lento de la nieve-. Luego también dejé lo otro, la institución, pero esa es otra historia. (Claro que si Paul Auster fuera mi contraparte, como es tu caso, a lo mejor me lo pensaba. Aunque soy de las que piensan que los dioses de cualquiera de las bellas artes son señores en zapatillas con manías mucho más destiladas y una vulgaridad equiparable a la del resto de los mortales. Potencialmente).

Siempre que vuelvo a Siri me dan ganas de conocerla y enseguida creo que no, que mejor así. Es penetrante en sus reflexiones, pero siento que me hace tropezar. Que no marca un camino recto (esa tara mía que tantas alegrías y disgustos me ha regalado). De Siri quito a duras penas la hojarasca y me quedo con una frase que igual no es la más sesuda pero sí la que da en la diana, como piedra lanzada con honda.

“Adopté una actitud despiadada, rígida y superficial”.

¿Quiénes somos cuando adoptamos una actitud rígida, superficial y despiadada? Rara vez nuestra mejor versión, me parece. A mí cuando me sale la Rottenmeier se me enciende un piloto rojo. “Take it easy, nena”. Hacerle caso a mi voz interior antirigideces me ha llevado no pocos años, algunos disgustos y decisiones de cortar cables de raíz, pero eso es crecer. No, tampoco es que sea muy fan de la laxitud, pero la vis rígida nos condena a rompernos como la laxa a adaptarnos demasiado al otro, a sus ideas, a sus circunstancias. Cambiar como cambia el viento. Ir a la deriva.

Ya, pero entre la deriva y el encallamiento hay un mar de grises como los Cantábricos. Gris perla a gris marengo. Seguro que tú, bella y sabia Siri, ya habías reparado hace muchos años, cuando tuviste la suerte de tener una madre que no te prohibió nada -cero rígida y despiadada- sino que te dijo: “No hagas nada que no quieras hacer realmente”. Y no recuerdas mucho más, salvo que íbais en coche por la Autopista 19 que pasa justo al lado de Northfield, Minnesota. Tú tenías 15 años. “Sabía que mi madre no me estaba dando una receta para el hedonismo o el egoísmo y me tomé aquel consejo como un imperativo moral sobre el deseo”.

Vuelvo a sonreír. A mis hijas les digo siempre una frase estúpida cuando salen. “No hagas nada que no harías conmigo delante”. ¡Y aún no me han escupido a la cara! En realidad debería decirles: “No hagas nada que no harías contigo delante”. La primera es una frase rígida. La segunda, un pasaporte a la libre decisión. A la responsabilidad, ese pase imprescindible para ejercer la libertad.

“La verdad es que no es una frase realista, mamá. Porque nunca haces lo mismo delante de tu madre que fuera”, me dice mi hija I, mientras aclara un vaso en la pila.
-Vamos hija, dime al menos algo de lo que os digo que te haya servido.
-Siempre nos dices que es muy importante ser curiosos, y eso sí que me sirve.

Aleluya, la curiosidad computa como junco (o eso espero).

Gracias, Siri, por este momento de conversación. Quédate con Paul mientras funcione y sigue espoleándonos con tus bajadas a las profundidades, tus bailes cimbreares con el psicoanálisis, tus migrañas controladas y tus lecturas compartidas. Te confieso, para terminar, que Auster nunca me ha provocado tantas paradas en una lectura. Ni tantos laberintos que acaban en un bosque encrucijada donde no ha lugar a consideraciones superficiales. El nudo de la vida.