“En la casa”, de François Ozon. Concha de Oro San Sebastián 2012

...] En verdad, nadie puede ser escritor, narrador, si no duda seriamente de su derecho a serlo. La persona que no ve el estado del mundo en que vivimos tiene muy poco que decir acerca de éste”. Elias Canetti, de nuevo. La profesión de escritor, 1976.

Ayer vi una película deslumbrante. “En la casa”, de François Ozon. Había ido al cine sola, algo que, lejos de importarme, me produce un placer litúrgico mientras engullo regaliz rojo como una niña a la que le está prohibido y aprovecha la oscuridad para su vicio. Debo decir que a la salida me sentí muy sola. Estaba tan imbuida de la película, había sentido y pensado tantas cosas, que necesitaba compartirla de inmediato. Pero estaba sola y no tenía sentido llamar por teléfono a un amigo para confrontar un entusiasmo tan íntimo, tan sordo.

Kristin Scott-Thomas, esa diosa…

El poder de una buena historia. La obsesión incluso. O cómo resucitar a la vida cuando la tuya agoniza gracias a un relato de otros. De eso habla “En la casa”. Y de cómo la intimidad puede y debe violarse si traes de vuelta algo que excite a un tercero. La película cuenta cómo a partir de un planteamiento banal -esa familia “normal” cuya madre, la sensual Enmanuelle Seigner, “huele a clase media”- puede tejerse un texto vibrante, oscuro, irónico, demoledor. Las teclas que maneja el escritor. Esa frontera que divide el imperio de la ley del territorio comanche.

Pero va mucho más allá. Habla del poder salvífico de la literatura. Por encima de consideraciones morales del escritor. Tantas veces se ha dilapidado a un autor por su trayectoria vital, por sus proclamas políticas o éticas, aunque sobre el papel fuera un genio incuestionable. No daré nombres, los conocéis de sobra. Pero yo amo las buenas historias más allá de la catadura moral de su autor. Ya está, ya lo he dicho. El autor me puede decepcionar, su obra no.

Juan Mayorga

Vuelvo a la película. Un profesor de literatura amargado de su oficio y de la vida descubre un talento narrador en uno de sus alumnos adolescentes. El chico le ha entregado una redacción en la que cuenta cómo ha conseguido entrar en una casa normal de una familia normal que lleva mirando, casi oculto, durante mucho tiempo. Una vez dentro, con la excusa de dar clase de matemáticas al hijo, su compañero en el instituto, despliega su presencia voyeur por cada rincón y cada personaje. Y va relatando por entregas sus progresos en unos folios que terminan invariablemente con un “continuará”.

El profesor, como cada espectador, siente una excitación incontenible por la historia. Y ves cómo recupera, junto a su mujer -bendita Kristin Scott-Thomas, otra diosa- una pasión que no sentían hace tiempo. El sucedáneo del sexo. Y el alumno es la mano que mueve la cuna de todos ellos. Un ser diabólico que juega con las palabras y aprieta los resortes justos para provocar las emociones precisas.

Creo que cualquier alumno de cualquier escuela de narrativa debería ver esta película en la que además se explica la evolución de un personaje, el riesgo de ciertas escenas sobrecargadas de dramatismo, el pecado de la cursilería y, sobre todo, el pánico a llegar al final. Cómo rematar una buena historia sin cagarla (con perdón). De paso, sonreirá cuando vea  que a menudo el profesor es un escritor frustrado y mediocre que no ha logrado triunfar y busca una sensación parecida a través de sus alumnos, a los intenta fascinar y convertir en discípulos obedientes que endiosen su gris “normalidad”.

Tantas pasiones en una sola película por diez euros la entrada. Hubiera pagado veinte. Añadiré que la historia original –“El chico de la última fila“- es de Juan Mayorga. Dramaturgo multipremiado, filósofo y matemático,  y que ya mismo quiero leer el libreto.

Un escritor es un voyeur que siempre se sienta en la última fila. Un manipulador desvergonzado de la realidad. Un provocador de emociones que a veces resucita a esos muertos que viven sin alma, con el volcán de las sensaciones adormecido. Un enfermero que se mete en tu cama y te cuenta al oído. Y aunque te destroce la vida, como al profesor, sientes que merece la pena porque ahí va a estar siempre, urdiendo para ti  la próxima historia. Dándote oxígeno y despertando el deseo más incendiario mientras comes regaliz rojo.