Nueve semanas y media

Sostiene M. que ella es “bulímica, pero sin vomitar“. Una categoría personal que implica cierta ansiedad desatada de la que engorda irremediablemente. A C., que ha llegado insistiendo en que nos fijemos en que el leve cambio del lugar de su raya del pelo es definitivo para el conjunto de su belleza, le escama que le hayamos comprado como regalo de cumpleaños un pantalón demasiado grande.

-¿Pero tú no eras talla 40, bonita?
-Pues no, soy la 36, ya os vale.

Delante de unos huevos Benedictine la existencia se ve de otra manera. Dos yemas sepultadas por una deliciosa salsa holandesa son un misterio por resolver. Se juntan cuatro mujeres sin problemas con la dieta, pero muy conscientes de los estragos que hacen las grasas e hidratos de carbono en las siluetas a partir de una edad. Y hablar de comida es hablar de la existencia global, del cielo y las estrellas, bien es sabido.

-“Me caen bien las mujeres que comen postre“, le dije a mi compañera de mesa la otra noche, en una cena social. “Por un instante pensé que dejaría de comer, tal fue el leve movimiento titubeante de su cuchara sobre la crepe de manzana con crema pastelera, pero luego se echó a reír”.
-¿Qué tiene eso de excepcional?
-Que era modelo. Bellísima. Yo era la gorda de la mesa, y con semejante prerrogativa me lo comí todo, mientras mi compañero me contaba la alegría que le da compartir mantel con mujeres sin culpa.

Más explícito, imposible

-Define mujer sin culpa.
-Esa que come sin remilgos artificiales. ¿Has oído hablar de esa teoría que asegura que los comportamientos en la mesa y en la cama se parecen?

Acabáramos.

Hay un ritual a la mesa que va más allá de la composición de los codos, el modo en que uno sostiene los cubiertos o se lleva a la boca una copa de vino. Diría que es el motum, la velocidad y la precisión o ausencia de ella al vérselas con un lomo de lubina, por ejemplo. Los desganados, los ansiosos, los displicentes, los disfrutones… Entiendo a esas madres que se muestran  encantadas cuando sus hijos invitan a amigos que dejan el plato limpio y repiten. Comer bien es una forma de aceptar al otro, de aceptarse a uno mismo. Hay culturas donde despreciar un plato se considera una falta de educación imperdonable.

-Me gustan las mujeres que comen postre y los hombres que te sirven un segundo plato con esa mezcla de determinación y delicadeza.
-O sea, que los miras y piensas en el equivalente erótico.
-Inevitable y elemental, querida.

Comer, beber, amar. “A mi estómago poco le importa la inmortalidad” (Heinrich Heine). No estoy de acuerdo, Heinrich, que lo sepas. Tampoco la diosa sentada a mi derecha, que ahora me habla de un amigo suyo que “le cae fatal” porque anda a la greña con el mundo en general. Ella tiene una explicación al respecto: “Es completamente abstemio. Yo le digo cuando tomes media copa, dejarás de estar tan avinagrado”.

-Yo también sospecho de los abstemios radicales, aunque a veces mi talla 38 se defiende de la 40, que pide paso a codazos, le confieso.
-“Tú estás estupenda”, dice la diosa, y bebe un sorbo de vino tinto. Yo hago lo mismo, y dejo que el calor de la sangre ilumine como una linterna con luz directa hacia mi corazón. Y nos reímos cómplices.

La inmortalidad son cenas con comensales que comen y beben sin culpa, pero sin ansia. Dejando que los alimentos los transformen en una liturgia que es un baile despreocupado que a veces termina en otro cuarto, donde tener la 38 o la 40 es insustancial, irrelevante, un insulto al hedonismo y a la emoción trémula que nos ha llevado hasta allí.